En el campo de las marionetas y de los muñecos, hay ciudades que esconden secretos que maravillan al neófito que los descubren. Es lo que me ocurrió en Lisboa el otro día, cuando fui conducido por la poetisa y titiritera Margarida Sousa Almeida al Hospital de Bonecas que se encuentra en el número 7 de la Plaza Figueira, en el centro mismo de la capital portuguesa.
Había pasado por allí multitud de veces, y aunque había visto muñecas en el escaparate, nunca me imaginé que aquella pequeña tienda situada entre viejos comercios de mercería, droguería y souvenirs, a dos pasos del Rossio y de la inquietante Iglesia de Santo Domingos, escondía unos tesoros en su interior tan absolutamente prodigiosos.
Me presenté como titiritero y periodista especializado en la materia, y la señora Manuela Cutileiro, directora de la casa, se ofreció a enseñarnos las dependencias interiores del Hospital, que se hallan en el primer piso del edificio. Hay que decir de entrada que este curioso Hospital de Muñecas fue creada en el año 1830, o sea que durante casi doscientos años ha mantenido su actividad imperturbable a los cambios y a las transformaciones de la ciudad y de la plaza dónde se halla ubicada. Antes mercado, hoy es una plaza que parece estar más al servicio de taxis, coches, tranvías y autobuses, que de los transeúntes, aunque los paseos laterales son anchos y permiten una cierta densidad humana más bien inclinada a la indolencia.
Subimos al primer piso y, nada más entrar, tropezamos con el almacén de llegada y de partida: es decir, los estantes dónde se acumulan las muñecas ya curadas de sus heridas y malformaciones. Enfrente, las que esperan pasar por quirófano para ser operadas y reparadas de sus achaques. Las hay de todos los tipos, épocas y edades. Atado al pie de cada muñeco, un cartelito indica su nombre, el del propietario, su país de origen y la relación peculiar que tenía el muñeco con su dueño. Este último detalle es lo más sorprendente: otorga una carga de subjetividad al objeto que lo vivifica y lo transforma de simple muñeco de uso efímero a una figura con personalidad propia que aúna la de su propietario más la de sus peculiares rasgos.
Para el Hospital, no hay categorías que valgan: cualquier muñeca, por humilde que sea, recibe igual tratamiento que la más exquisita de las señoritas o señoritos, sean éstos de porcelana, de cera o del más refinado papel maché. El principio democrático en la igualdad del trato sanitario es aquí sagrado y se aplica al pie de la letra. Me pregunto si en esta misteriosa carrera de medicina matérica existirá algún tipo de juramento hipocrático todavía más vinculante que el de los médicos de la salud humana, tan dados éstos al mercadeo en los últimos tiempos.
Entrar en el quirófano impresiona y estremece, pues por todas partes se ven miembros sueltos, brazos, antebrazos, piernas, pies, articulaciones, bustos, cabezas sueltas y agrietadas… En una pared un mueble de cajones pequeños y acristalados muestra sus interiores perfectamente ordenados: en una hilera, sólo pies, en la otra piernas, en la siguiente brazos, y así llenando toda la extensión de la pared. En la mesa de disección, una muñeca de tonos rosados medio descuartizada espera la mano reparadora de la cirujana.
Junto al quirófano, otra habitación completa esta sección dedicada a las curas intensivas, a las amputaciones y a las reposiciones de los miembros gastados por otros nuevos y relucientes. Herramientas especializadas, con muchos años de historia y de uso, asoman ordenadas en sus respectivos cajones. Hay máquinas de coser y otras para pegar, troquelar, sujetar…
Luego nos adentramos en una habitación dónde relucen las piezas recién reparadas, junto a otras que lo fueron hace lustros y se quedaron como muestras de un arte de altísimo refinamiento. Muñecas, títeres, algunas marionetas, cuelgan o se apoyan sobre sus pedestales. Hay también pequeñas casas de muñecas, con sus muebles y sus figuritas correspondientes.
Pero el Hospital todavía no nos ha enseñado la Sala de los Tesoros, allí dónde reposan en su letargo diurno una infinidad de figuras y muñecas de todos los tiempos: vitrinas, armarios acristalados, o simples aglomeraciones de cuerpos apretujados, formando cuadros lógicos unos, disparatados otros, familias enteras, animales de muchas especies distintas, y objetos que suelen acompañar a este tipo de seres. Uno se asusta pensando en lo que debe ocurrir aquí de noche, cuando todos aquellos seres, muñecos y muñecas, despiertan de su letargo y organizan sus fiestas y jolgorios como es de ley que suceda, hartos de tanta quietud y de la insoportable corrección humana.
La sala de los tesoros no es una sino tres, tal es la cantidad de material acumulado. Una colección de un valor inimaginable que se halla apretujada pero bien puesta –y en perfecto estado, pues los que allí se encuentran poseen todos sus correspondientes certificados de buena salud– y que podría llenar un museo entero dedicado a esta materia que tiene que ver con la niñez y los sueños.
La modestia y la ironía de nuestra anfitriona, la señora Manuela Cutileiro, al hablarnos de la colección y del Hospital muestran una inteligencia y una sensibilidad exquisita hoy inexistentes. No cabe duda que este tipo de establecimientos son los que otorgan a una ciudad alma y sensibilidad estética, además de un enorme fondo de poesía. En este Hospital se practica una sana anti-nostalgia que parece contradecir el carácter fadista de la ciudad, que gusta tanto de dejar sus ruinas en pie y visibles las huellas del paso del tiempo. En el Hospital de Bonecas, todo debe relucir como nuevo. Lo viejo sigue siendo viejo pero sin los rasguños ni las heridas del tiempo. El espíritu que reina en estas dependencias hospitalarias es el del optimismo no carente de ironía, y el de la alegría de la salud plena, que sus oficiantes y dependientes viven con sinceridad humilde y poética, siempre con la amable sonrisa en los labios.
Desde miúda que vou ao Hospital de Bonecas. Ao principio de mão dada com a minha Avó Linda, para socorrer o meu pobre bebé chorão a quem eu tinha cortado as sobrancelhas e uns caracóis… É que, para meu espanto, naquele Hospital as minhas bonecas (sem olhos, sem braços, sem pernas, sem cabelo ou sem olhinhos) foram sempre recebidas como se fossem preciosidades de valor incalculável, e eu saí sempre feliz, a fazer contas ao dia em que as iria buscar.
Assim ganhei amor aos bonecos e assim comecei a fazer as minhas marionetas. Primeiro a Maria e o José, marionetas de fio que, na casa da Comédia, brincaram ao som do Bolero de Ravel. Depois foram mais, e mais, e muitas mais…
São sempre tempos de sonho os que passo naquele pequeno balcão de vão de escada, onde o tempo não passa, onde apetece ficar mais e mais, onde volto nem que seja ‘só para ver’. Da ultima vez que lá fui vim para a rua com um boneco na lapela. De malandra, sempre que a oportunidade surgia, puxava a guita e o boneco tirava o chapéu…
Hospital de Bonecas: uma loja de Lisboa para o Mundo. O mundo dos sonhos da criança que todos temos dentro de nós.