Ésta es la segunda entrega del artículo de Mauricio Kartun publicado en la revista brasileña Móin-Móin y que, gracias a sus responsables y al propio autor, recuperamos para nuestra sección de Formación. Si en la primera parte vimos de qué manera la palabra se convertía en objeto, cómo éste adquiría movimiento y era, por tanto, capaz de actuar (visiten el enlace del texto aquí), ahora vamos a hacer un reconocimiento del terreno. Un territorio propio del títere que no es otro que el de la creación de un sentido único. El espacio donde sucede, de forma palpable, que la palabra hace la cosa.
II. Poética y dramaturgia de la cosa
Qué es la dramaturgia
El acto de escritura teatral no es otra cosa que la improvisación imaginaria de un mundo de fantasías dinámicas a las que exploramos con todos nuestros sentidos. Una obra escrita es sencillamente el registro de esas improvisaciones organizadas ahora en un todo orgánico y bello. Sus acciones, lo que mis ojos de autor vieron en la ensoñación; sus palabras, lo que oí en ella. Una improvisación en la que —extrañamente— trabajamos como actores y espectadores a la vez. O sea, por decirlo con la elocuencia de Nietzsche: “Si el trabajo del poeta es el de ver una multitud de seres alados que vuelan a su alrededor, el trabajo del dramaturgo es además el de convertirse en ellos”.
Así, el trabajo del dramaturgo es una curiosa actividad travesti donde continuamente nos transformamos imaginariamente en otro. Un “yo reemplazante” del personaje que siente la escena desde su cuerpo. Pero atención: si el actor encarna el trabajo del dramaturgo tradicional —lo pone en carne—, el titiritero lo materializa. Cuando se escribe para títeres es necesario que el dramaturgo sepa sentir también desde el cuerpo del títere y así poder materializar en el muñeco su propia emoción y sus sensaciones. El dramaturgo titiritero debe saber ser – ubicua y paradójicamente -: materia, títere, personaje, espectador, y poeta a la vez. Por eso quizá los dramaturgos del títere más transcendentes fueron simultáneamente grandes maestros titiriteros, gente habituada a imaginar con las manos, a percibir desde ellas.
En dramaturgia sólo podemos escribir cuando somos capaces de percibir (en su sentido más literal: “comprender una cosa por medio de los sentidos o de la inteligencia asistida por los sentidos”) lo que va a ser escrito. Puede haber un detonante cualquiera, un concepto, una idea, pero la obra no empieza al ser pensada —y ése es el error habitual del dramaturgo que comienza— sino recién cuando puede ser imaginada: concebida interiormente con los sentidos, vista, oída, olida. Lo necesario es el material de la imaginación, y la unidad de esa imaginación es la imagen, sea visual, sonora o de otro tipo.
Todo es dramaturgia
Por una larga tradición literaria la palabra ha aparecido como su medio, su soporte, natural, pero la dramaturgia va mucho más allá. No sólo al texto le competen las cuestiones de la dramaturgia. Todo lo que construye discurso arriba del escenario – del retablo – está regido por las mismas leyes: lo plástico, el sonido, el ritmo, la luz…Un mismo texto que dice algo con una luz melancólica, cobra un sentido diferente con una atmósfera encendida de colores. Ante ese tradicional enfrentamiento entre la imagen y la palabra, yo he optado por quedarme con las dos. Ambas son maravillosos materiales constructivos del discurso teatral, y a ambas se las puede entender y dominar desde el conocimiento de la dramaturgia. Ambas, también, contienen un riesgo y es la retórica: cuando cuentan algo, en el sentido narrativo literario, suelen ser insoportables. Cuando la imagen o la palabra aluden, y con esa alusión impulsan al espectador a construir algo en su cabeza, es cuando se vuelven irreemplazables.
El teatro de títeres, territorio de la metáfora
En el final de una obra de títeres dos muñecos muletos arden en llamas. Los títeres son actores que pueden ser incendiados. El títere nos permite trabajar con una materia capaz de realizar lo que para el actor es imposible. Lo fascinante de la dramaturgia para títeres es el desafío de trabajar sobre lo ilimitado de la materia como elemento expresivo. Cuando el poeta titiritero consigue que la materia trascienda el límite natural de su silencio y se vuelva elocuente el títere se vuelve insustituible.
Un alumno presenta un ejercicio: un títere hecho de hielo que se enamora de una vela encendida. Mientras intenta enamorarla se derrite a su lado. Qué mejor podría representar al hombre enamorado, de apariencia fría, dura, y que sin embargo se deshace junto a la mujer que ama. El agua que caía del títere finalmente apagaba la vela y allí terminaba el ejercicio y su amor. El personaje no necesitó decir “me derrito por vos”, ni explicar la paradoja de apagar al ser amado con su propia pasión, simplemente lo metaforizó de la manera más elocuente. Otra alumna presenta su ejercicio: un títere de papel de servilleta, un material muy absorbente, al borde de un vaso con agua. El títere, un hombre que dudaba y dudaba sobre todo. Mientras monologaba el títere iba metiendo un pie en el agua, luego el otro, se iba hundiendo lentamente y se deshacía. Lo último que quedaba era la cabeza del títere dudando, cuando ya el cuerpo era una masa sin forma dentro del agua. Jamás el personaje necesitó la ingenuidad de informar “me estoy ahogando en un vaso de agua”. La materia entendida como material de elaboración poética puede ser más rica que cualquier palabra. El títere es el territorio natural de la metáfora. Sólo necesita de titiriteros que se asuman como poetas renunciando al mero rol de ilustrador.
La alegre cópula del texto y la puesta
La creación dramática tradicional, digo la que parte de un texto escrito previamente, requiere, como cualquier hecho orgánico, de un apareamiento, una cruza. El milagro de la creación dramática es como el de la creación de la vida: exige la cópula de dos para producir la concepción. El texto y la puesta se aparean y es allí donde se produce la creación teatral, el nacimiento de su criatura, el espectáculo. Recién allí, en el parto se comprueban sus virtudes y defectos.
El milagro de la dramaturgia es ese poder de encarnarse, pasar a la carne del actor, y es justamente ese cuerpo humano el que le da la medida al texto. Un texto es una emoción a la medida de su instrumento, ese cuerpo. De la misma manera un títere que materializa un texto se vuelve también su propia medida, y crea, como todo instrumento sus propias exigencias. De allí la dificultad de montar con muñecos textos teatrales convencionales. El títere es un instrumento que clama por partituras específicas, propias. Lo extraordinario del títere es su versatilidad para hacer cosas que el actor nunca podría. Convertirlo en su versión en miniatura es subestimarlo. De allí la necesidad imperiosa de la aparición de muchos nuevos textos que vengan a ponerle música, voz, a tanta materia muda.
Mythos y Logos
Toda actividad del ser humano transcurre en alguno de sus dos campos míticos: el Logos, el conocimiento, el saber; y el Mythos, la imaginación, su fantasía. Nuestra sociedad se ha encargado de valorar particularmente las actividades del logos, porque de ellas depende nada menos que la producción – su objetivo indeclinable -, y subestimar las del mythos, las del mundo mágico. Los artistas hemos encontrado una especie de curioso camino salvador: el de practicar una actividad que nos permite como adultos seguir jugando como niños, ejerciendo como seria la jocunda actividad lúdica, ya que no otra cosa sino eso, juego, es la actividad de lo imaginario.
La función del artista ha sido siempre la de romper el límite de todo concepto, extender las fronteras más allá de las cuatro paredes que nos encierran en la costumbre, en las normas, los cánones; y plantear constantemente la existencia de vida más allá del logos. Así como las hay forestales, o de fauna, la actividad artística no es otra cosa que una reserva de la imaginación sobre la tierra. Una sociedad sin artistas es una sociedad encerrada entre muros, imposibilitada de crear nada nuevo. En todas las civilizaciones ha sido la presencia del artista la proa que ha permitido romper ese mar de hielo de los conceptos que la apresan. Garantizamos a la civilización la presencia institucionalizada de la fantasía. Tenemos esa función básica en la sociedad y desde ella es imprescindible reclamar nuestro lugar. A menudo el estado no sabe qué hacer con los artistas, cómo clasificarlos, dónde ponerlos, y lo más fácil es tirarlos al cajón de lo incomprensible, lo superfluo, o lo suntuario.
El títere, parte elocuente de un todo
Cien cabezas de ganado solemos decir, y cuando lo hacemos no pensamos en la cabeza del animal sino a en su totalidad. Hemos usado lo que la retórica conoce como sinécdoque: la parte por el todo, una palabra o expresión que al ser usada alude y remite a un todo mucho mayor que ella misma, del que forma parte. En su aparente debilidad frente a otras artes el títere esconde en realidad un enorme poder que le da justamente su carácter sinecdótico, su capacidad para representar como parte un todo maravilloso que se completa recién en la cabeza del espectador. En un retablo un conejo cava la tierra – el piso imaginario – para hacer su madriguera. La tierra naturalmente no está, pero por manipulación, por animación, por el movimiento y el sonido que le proporciona el titiritero los espectadores crean en su imaginación el gran agujero. El conejo desaparece por él. No hay nada que represente al agujero pero cuando entra el cazador los chicos se ríen esperando el momento en que caiga en él. También el cazador cae y cuando entra el niño amigo del conejo los pequeños espectadores lo alertan del riesgo de hundirse él también. Un gesto del títere ha creado por alusión una ilusión. Y la ilusión es tan vívida, tan patente que el mejor agujero que consiguiéramos hacer en la escenografía por medios técnicos sería paupérrimo al lado del efecto verosímil de ese otro. En ese campo al títere no hay con qué darle. Podemos hacer llover en un escenario por medios técnicos: a los pocos segundos el espectador estará tratando de adivinar de dónde cae el agua e por dónde desagota. Bastaría sin embargo con que un actor entre a escena empapado, sacudiendo su paraguas para que la ilusión sinecdótica de lluvia le haga aceptar con absoluta credulidad que afuera de la escena hay un temporal. El milagro del teatro, y en particular el del teatro de títeres, la garantía de su supervivencia, está en su capacidad de alusión a una acción, una historia, que en realidad ocurre en la cabeza del espectador obligándolo a la enormemente placentera actividad mental del imaginar. Como la pequeña parte visible de un iceberg – la obra – que remite, alude, y permite construir en la imaginación una totalidad enormemente mayor que es el argumento.
Nota:
(1) Fragmentos sueltos de la desgrabación de clases del “I Taller Nacional de Dramaturgia para Títeres”. Bogotá, 1999. Publicado en Revista Fardón. Año 4 – N°15. Enero 2000.