Tengo en mis manos la fotografía de la invitación al homenaje que el Instituto Nacional de Bellas Artes de México le realizó recientemente a Mireya Cueto por sus setenta años como titiritera: Mireya en blanco y negro joven y sentada entre flores sonríe de perfil en ese jardín del que después me contará su hijo Pablo Cueto —también de fascinación y carrera larga en el mundo de la materia animada y el teatro en miniatura— formaba parte de la casa de Trotsky en México. Tras la muerte del político, Mireya iba a ese jardín de plantas largas y hablaba en francés con la viuda de Trotsky, la revolucionaria Natalia Sedova. Hablar, de qué, hablar. Una titiritera y una revolucionaria, títeres y revolución, guiñol e impulso de transformación social, binomio invencible adentro del transcurso de un trabajo de setenta años que hoy escucho lleno de silencio, quizás por ser tanto, yo también sentada, no en un jardín histórico, sino en una silla frente a la inabarcable Mireya.
I. Mireya en su habitación
Mireya tiene noventa años, recostada fija la vista en la luz que entra por la única ventana de su pequeña habitación, nos miramos y yo con una pregunta intento hacerla volver hacia su niñez, más aún a su adolescencia plena de traslados en carros y carretas por regiones recónditas, pobres, todas las posibles de México con sus padres Germán y Lola Cueto y un séquito de títeres, cuando la fe en los guiñoles era precisa, seria, y se los entendía como protagonistas de una campaña de alfabetización nacional.
Se ve entonces a sí misma y lo reiterará más de una vez durante esta conversación: cuando niña lloraba perseguida por su hermana Ana durante los años que vivió en París hasta que veía aparecer por la puerta, como envuelta en un halo, el enigma y figura de su tía María, María Blanchard la pintora mítica de quien Lorca, Ramón Gómez de la Serna y Claudel —entre otras plumas prodigiosas— escribirían. En su elegía Lorca anotó sobre la tía de Mireya “Amigo de una dulce sombra que no he visto nunca pero que me ha hablado a través de unas bocas y de unos paisajes por donde nunca fue nube, paso furtivo o animalito asustado en un rincón… Aguantaba a los demás y permanecía sola, sin comunicación humana, tan sola, que tuvo que buscar su patria invisible, donde corrieran sus heridas mezcladas con todo el mundo estilizado del dolor”, pero a esa patria invisible entraba Mireya corriendo y le daba un beso en la mejilla para hacerla olvidar su accidente físico, la joroba que la aisló y la acercó a Dios en una urgencia de otra devoción. Mireya relata con los ojos clavados en la luz de la ventana de cómo le posaba a María durante su infancia, de cómo la pintora le regaló algún cuadro y un solo nombre le sale de los labios: San Tarcisio, niño mártir, su pintura, favorita. Dice «Fue un niño mártir porque…» silencio, guarda silencio y decidimos respetar por mucho ese silencio, y en la latitud de su mirada adivino que se ha quedado (y yo con ella) prendada del tiempo, su tiempo, el otro tiempo.
II. La primera vez de un títere con Mireya
“Pues con mi mamá” exclama eufórica, cuando le pregunto por el recuerdo de la primera vez que animó un títere. Me cuenta de la habilidad que tenía con las manos a la par que las mueve en el aire para explicarme que Lola Cueto le pedía hacer las pelucas o las formas de ciertos guiñoles, “haz la peluca de Washington”. Pero un día en el que viajó sentada encima de una maleta -“cuando uno es joven aguanta carros y carretas”- dice, fue que llegaron a la Feria de San Marcos a presentar Macario, Gorgonio Esparza y La muerte en donde ella, a falta de quien hiciera el personaje del ángel, tomó el guiñol y dijo su primer parlamento, simiente en sus setenta años de trabajo: “ahí nos viene corretiando un señor muy hablador trae cara tan enojada que a todos nos da terror.” Nunca después de esa iniciación dejó de trabajar con y para los titiriteros. Mireya escribió, dirigió, fundó espacios, hizo programas de radio, construyó, enseñó, festivales internacionales y premios llevan su nombre, publicó, soñó y sigue soñando.
III. Anecdotario del público infantil
Mireya sonríe, se ilumina cada vez que pronuncia la palabra “niños”, la palabra y lo que la rodea surte una especie de magia en su vida, en el instante mismo de ser enunciada. Las “puntadas de los niños”, dice, si ella pudiera hacer un anecdotario de las reacciones de los niños de los pueblos más alejados, niños del pasado, sin recursos, sin radio y sin nada que al ver entrar el camión de redilas dando tumbos, se amontonaban y gritaban “Ahí vienen los títeres, ahí vienen los títeres”. Recuerda un día que entraron a un territorio en donde habían abierto por primera vez el camino para que entrara el camión de los títeres (un camión pintado por Lola), unos niños se decían sorprendidos unos a otros al ver los guiñoles en la función:
— ¿Y cómo los mueven?
—Ay tú, con electricidad, los muy sabiondos.
Mireya está segura, lo que más le gusta de los títeres, dice, son sus infinitas posibilidades. Así pues, no todas sus obras fueron sólo para su adorado público infantil.
IV. Los libros de Mireya
Mireya tiene una lupa junto a su cama, la acerca hacia su ojo y me mira a través de ella mientras me dice que con ayuda de ese objeto, cuando puede, lee. Quevedo, Lao Tse, Las Mil y una Noches, Sabines, una titiritera académica, historiadora; si sus padres partieron hacia los títeres desde una disciplina plástica, y su hijo desde el teatro de denuncia política, ella emprendió su viaje desde la literatura, ahí está en el mueble el gran Quijote, su Quijote, casi, en la cabecera. “Yo le tengo mucha ley al Quijote” me dice con su lupa en las manos y me cuenta de que lo versionó en títeres para los niños y me cuenta también de cómo le gustaba leer filosofía. Hablamos de León Felipe. Me relata que el poeta era un gran amigo de Germán Cueto, su padre, y que un día que lo visitaron, el poeta aprovechó que su papá había ido a lavarse las manos, así le dijo: “Tu papá es el hombre más bueno que he conocido” “yo no lo olvidaré nunca” me dice orgullosa, mientras lo cita “Por la manchega llanura se vuelve a ver la figura de Don Quijote pasar”.
V. Lapso
Suelta la frase tras un suspiro que llena sus setenta años de trabajo, que llena toda su casa con dos gatos y una gran hectárea verde, la suelta y tiembla la sopa de los que comen afuera de la habitación en la cocina y antes de soltarla se queda suspendida con una expresión que es el impacto en la piel de su rostro de un abrazo de muchas épocas, le digo que soy su mensajera, su portavoz para una nueva generación de titiriteros que leerán en muchos países para esta revista su deseo, su pensamiento de ese momento atemporal, suspira y la suelta:
—Que no tengan miedo…—. Hace una eterna, necesaria pausa… —Miedo de crear la creatividad.
Callamos y seguimos así y me doy cuenta que lo que he registrado en mi máquina de grabar voces se compone principalmente del silencio del que está hecho el tiempo del recuerdo de Mireya, la titiritera infinita.
gracias por publicar esta parte de la historis del titere en america …desde argentina ….escenografo …. realizador de titeres …..gracias