Para sobrevivir en este mundo, hoy cada persona necesita crear su propio mundo, si no queremos vivir sometidos a las propuestas de nuestras sociedades, atrapadas por las mitologías del consumo, de la moda, del poder y de los enriquecimientos súbitos. Función de los artistas sería abrir nuevos espacios a modo de envite y provocación para que los demás sientan también esta necesidad de reinventarse y se aventuren hacia lo desconocido que hay en cada uno.
Pep Gómez, veterano titiritero con una larga y personalísima trayectoria, en la que ha coqueteado no sólo con la Cocotología, ciencia recreativa también llamada Papiroflexia de la que se ha convertido en consumado maestro, sino igualmente con otras especialidades colindantes como la encuadernación, la escritura testimonial escrita y publicada para uno mismo, o la natación, que practica a diario, es uno de estos creadores que desde siempre ha vivido su propio mundo. En su larga carrera ha colaborado con titiriteros como Xavier Lafita, Santi Arnal y Pepe Otal, buscando en estas alianzas el sello propio de un hacer siempre muy personal y alejado de lo convencional. Con este último montó una muy peculiar Divina Comedia, en la que ambos titiriteros, para bajar a los círculos infernales de Dante, se vestían uno de blanco y el otro de negro, y aparecían coronados con una luréola (una corona de laurel).
En estos últimos años, y tras la súbita muerte de Pepe Otal que lo dejó sin compañero de diabluras artísticas, Pep Gómez ha encontrado a un excelente partenaire en la persona de Andrea Lorenzetti, un italiano licenciado en Filosofía que se ha instalado en Barcelona para abrazar con pasión el oficio de titiritero. Personalidad emprendedora –tiene abierto un taller propio en la Ciudad Condal, que se ha convertido en epicentro de muchos grupos e iniciativas–, sintió la fascinación por esta especie de “arte povera” que practicaba Pepe Otal, que él ha llevado hacia un terreno en el que combina truculencia y sencillez estilística, buscando el impacto de lo que va directo al corazón y a los sentidos, sin detenerse demasiado en las Razones.
Pep Gómez y Andrea Lorenzetti han encontrado así un terreno en común dónde actuar y levantar en él sus propias creaciones imaginarias. Es un terreno que gusta de la oscuridad, que se recrea en la literatura fúnebre y grotesca, y que toma la Muerte como uno de sus temas principales.
En el TOT Festival presentaron Jardín Umbrío, título que hace referencia a una obra de Valle-Inclán, y que precisamente está basada en textos del insigne escritor que inventó el Esperpento y de otro escritor gallego, Álvaro Cunqueiro, novelista originalísimo y creador de una obra muy inclinada hacia lo fantástico, así como de una novela titulada Crónicas do Sochantre (1956), inspirada en viejas tradiciones gallegas sobre las carrozas en que viajan las ánima en pena de los muertos. Jardín Umbrío coge historias de ambos autores, muy bien trabadas desde una carroza de muertos dónde tres difuntos, los tres asesinados en mala hora, explican sus respectivas muertes. Da gusto oir a los dos viajeros más la urna dónde viaja el tercero –reducido a cenizas– charlando en gallego con unos logradísimos diálogos de muertos que nos hablan con asombrosa naturalidad. El humor campechano y rural de Cunqueiro se junta al verbo cóncavo de Valle-Inclán, convenientemente deformado por los espejos del Callejón del Gato -aunque Jardín Umbrío sea anterior al Esperpento,. Ya en su día hablé de esta obra y de sus virtudes de ultratumba (vean el texto aquí).
Capítulo aparte es la música en directo interpretada por Pep Pasqual, un instrumentista polifacético que ambientó el espectáculo con una sutileza sonora de altos vuelos, capaz de crear por si misma verdaderas escenografías de las que entran por los ojos y por los oídos, sin que se sepa muy bien el qué y el cómo. Pasqual, un virtuoso del saxofón y de otros instrumentos, cumple y se divierte con estas incursiones teatrales que le dan pie a desarrollar mundos sonoros en paralelo a imágenes y palabras, mediante una sobriedad minimalista que encaja perfectamente con la “matemática perfecta” propugnada por Max Estrella en Luces de Bohemia en su diálogo con Don Latino, cuando definía con inspiradas palabras la estética del Esperpento pocos minutos antes de diñarla (las palabras exactas que Valle-Inclán puso en boca de Max Estrella son: “La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta. Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas”, una definición casi perfecta de lo que podría ser el teatro de marionetas).
Toca hablar ahora de la última creación de Gómez y Lorenzetti, presentada en el bar El Horiginal de Barcelona, lugar muy activo en el que tanto puedes encontrar un recital de poesías, una función de títeres como un debate político entre los más acérrimos activistas de la radicalidad alternativa de la ciudad.
“Los Cantos de Maldoror” es lo que indica su título: una obra inspirada en el famoso texto de Isidore Ducasse, más conocido por su pseudónimo de Conde de Lautréamont, un misterioro autor no demasiado conocido por el vulgo que quiso desafiar a Dios y al mundo con su libro, regodeándose en la maldad. Si en Jardín Umbrío el tono ya era sombrío, aquí entramos en una oscuridad aún mayor, no tanto por la luz que vemos en el escenario –talvez hay más colorines y juegos visuales en esta obra– sino por el tono y porque alcanza dimensiones que sobrepasan lo físico.
“Les Chants de Maldoror» parte I (espectáculo de títeres) from andrea lorenzetti on Vimeo.
La extrema maldad de Maldoror queda sin embargo refrenada y, por ello mismo, humanizada desde la ironía que el propio teatro de marionetas propicia, debido en parte al tono mismo de los dos manipuladores, pues por mucho empeño que pongan en hablar con voces de malo, se les nota que no lo son y que simplemente las están impostando, lo que no le quita fuerza al espectáculo –las palabras son ya de por si contundentes y se bastan a si mismas– sino que, al revés, establece un tono de “divertimento en negativo”, apto incluso para niños (a partir de los ocho o nueve años, que es cuando los niños empiezan a ser conscientes de su maldad) aunque tal vez no muy aconsejable. Este tono de “divertimento en negativo” tiene sus momentos álgidos en la escena del convento convertido en discoteca, o en las sombras que ocupan una buena parte del final de la obra.
Están muy logrados los decorados pintados por Anna Mc.Neil, que dan el tono oscuro adecuado y que en realidad conforman un contínuum de imágenes negras que nos remiten a universos de pesadilla de tinte expresionista. También la música, con citas de acordeón parisino, acompaña muy bien la dureza del lenguaje, dándole tonos de entrañable ramplonería clochard, en perfecta conjunción con el perfil decadente de los personajes.
Antes de la función se pasó un corto muy interesante de Dani Fornaguera, titulado “Vint anys de dolor”, realizado en el taller de Andrea Lorenzetti y en el que participó también Pep Gómez animando objetos, papeles y sombras. El video, filmado en ocho y medio, sin tener nada que ver con la obra de Lautréamont, nos situó en un “nivel zero” ideal para adentrarse en un universo como el de Maldoror, que parece en efecto levantarse también desde un grado de realidad muy a ras de suelo en todo lo que se refiere a “idealizaciones ilusionantes”. La frialdad matérica de las imágenes creadas por Dani Fornaguera, en las que también sonaba de vez en cuando un acordeón, se aleja del tardío y épico romanticismo de Maldoror para llevarnos a ese nivel zero de la silla de enea, dónde reina un vacío total en el que sin embargo hay movimiento, mecanizado a través de la voluntad de un cine hecho con las manos, en el que la artesanía es tanto o más importante que lo que nos viene dado por la mecánica. Hablaremos de este film más adelante, en un apartado que queremos dedicar al cine de animación artesanal que se realiza hoy en Barcelona.