En Cuba, el desarrollo del títere está asociado al teatro para niños. Tras el despegue de los años 60 y las secuelas del “quinquenio gris”, los años 70 fueron un tiempo de reajustes, con la constitución del Ministerio de Cultura (1976), y donde la creación más interesante vino del lado de los dramaturgos. Los años 80 consolidaron esta práctica, aunque el teatro de actores comió parte del terreno titiritero. El trabajo de compañías en todo el país se estabilizó, con espectáculos de calidad que mostraban también nuestra prosperidad económica a través de producciones costosas y largos repartos de actores. Este florecimiento escénico se notó además en la aparición de festivales, la publicación de textos especializados, formaciones académicas… Entre 1981 y 1986, el títere tuvo un espacio discreto y nuevo en el seno del cursus de teatro del Instituto Superior de Arte (ISA).
Los años 90 se catalogaron como los del boom del títere en Cuba. A principios de esa década un cambio en la política del Ministerio de Cultura permitió un nuevo impulso, pues los artistas encontraron estructuras administrativas más adaptadas a sus necesidades y proyectos. Algunos eventos especializados vieron la luz, entre ellos destaca por su alcance y permanencia el Taller Internacional de Títeres de Matanzas. Nació por iniciativa de Teatro Papalote, una compañía de cincuenta años de vida, todo un referente para el teatro de títeres cubano ya que su director, René Fernández, a través de sus puestas en escena, propuestas dramatúrgicas, publicaciones y magisterio teatral, ha resultado una escuela para varias generaciones de titiriteros.
El taller de títeres de Matanzas, desde 1994 y con frecuencia bienal, convoca cursos con maestros cubanos —Freddy Artiles, René Fernández, Zenén Calero— y extranjeros —Fabrizio Montecchi, Alain Lecucq, Enrique Lanz—. Este evento se ha convertido en un verdadero encuentro entre titiriteros de edades y precedencias diferentes, momentos fértiles de creación, reflexión y aprendizaje. Rubén Darío Salazar es actualmente la “cabeza tractora”, a su tenacidad y capacidad de trabajo se debe gran parte de su éxito.
El boom de los 90 fue también provocado por jóvenes egresados de escuelas de teatro, que encontraron en los títeres su campo de creación. Los debutantes rompieron la inercia ochentera, donde el títere se relegó un poco de la escena, y propusieron obras más frescas y arriesgadas. En 1998 el títere pasó a ser una asignatura obligatoria en los estudios de teatro en el ISA, y allí entre 1999 y 2006 un diplomado sobre esta disciplina complementó la formación de un centenar de titiriteros que ya trabajaban en todo el país.
A pesar de toda esta renovación, el títere cubano una vez más perdió mucho del terreno ganado. La fuerte crisis económica de los 90, consecuencia directa e instantánea de la caída del muro de Berlín y la implosión de los países de Europa del Este, el endurecimiento del embargo estadounidense, y nuestra incompetencia para ser económicamente autónomos, causó una eclosión migratoria regular y en gran medida ilegal. Incontables personas, entre ellas titiriteros, abandonaron el país.
En el siglo XXI el panorama titiritero no ha cambiado mucho respecto a los finales del XX. Existe una importante actividad cuantificable -gran número de compañías, estrenos, funciones, personal implicado- pero la calidad, en términos generales, no es la más halagüeña. Una especie de estancamiento adolece en la mayoría de los grupos, una homogenización en el repertorio, universos estéticos y soluciones escénicas, que más allá de constituir un sello identitario, revelan una manera un tanto obsoleta de hacer y pensar el teatro de títeres (¿tal vez en resonancia con el aislamiento en el que vive el pueblo cubano?).
A modo de generalidades, podemos exponer que las técnicas de manipulación más utilizadas son el guante, la varilla, el marotte y las figuras de mesa. Los títeres se construyen principalmente en papel maché, cartón y fibras naturales, y ya que a nivel material existe una gran dificultad para acceder a unos mínimos —cola, pintura o pinceles—, la precariedad se suple con inventiva y chispa. Las escrituras dramatúrgicas abusan de la fórmula del bueno contra el malo, y de la estética campesina cubana, dirigiéndose casi exclusivamente al público infantil. Las nuevas tecnologías quedan aún muy lejos de nuestra vida cotidiana, que sobrevivimos con dilatados cortes de electricidad, sin smart phones ni internet.
A pesar de lo expuesto hemos de señalar que existe un verdadero saber-hacer artesanal, una maestría técnica en la manipulación, y los espectáculos a pesar de tener un aire anticuado, son obra de profesionales, están bien hechos. Los actores titiriteros son, dentro del conjunto, el valor más destacable. Se trata de intérpretes formados en su mayoría en escuelas de teatro, bien entrenados física y vocalmente, y con su gracia y energía hacen las delicias del público que les responde con fidelidad y entusiasmo.
Resulta loable que al ser la teatrología una de las especialidades que se estudian en el ISA, hay muchos investigadores y críticos de teatro que reflexionan, debaten y escriben sobre retablos y figuras. Llama sin embargo la atención que en un país tan rico culturalmente, con creadores contemporáneos de gran nivel, el teatro de títeres vive sin apenas dialogar con otras artes, en una especie de auto confinamiento que no le permite enriquecerse del contacto con los otros.
El Ministerio de Cultura subvenciona la totalidad de las compañías del país -locales, salas, producciones, giras, personal numeroso- ya que no existe el teatro independiente, privado o comercial. Los titiriteros viven de su trabajo, con salarios asegurados que -aunque insuficientes por el alto coste de la vida- están bastante por encima de la media.
Es muy esperanzador también constatar la pujanza e interés hacia el títere que brota entre compañías jóvenes en todo el país. En 2011 algunas de ellas crearon la red TMT (Títeres mueven titiriteros) para fomentar espacios de intercambio y formación. Existe una auténtica curiosidad entre los debutantes, una necesidad vital de aprender a nivel práctico y teórico este arte milenario. Pero esta transmisión debe articularse desde una sólida cultura del títere, con referentes actualizados de la escena internacional, con documentación exhaustiva y renovada de la tradición y la contemporaneidad; pues solo así el títere cubano podría salir de su ostracismo, dar el salto de calidad que todos deseamos.
Dentro de estas generalidades el Teatro de las Estaciones, en Matanzas, dirigido por Rubén Darío Salazar y Zenén Calero, es el colectivo de excepción, la vanguardia del teatro de títeres en Cuba por la belleza plástica y rigor de sus puestas en escena. Ellos alcanzan altas cotas de calidad que los distinguen dentro del país, pero su aportación no es solo por la abundante creación de espectáculos, sino también por las investigaciones, publicaciones, exposiciones, cursos y encuentros que organizan. Prueba fehaciente es el libro Mito, verdad y retablo: el guiñol de los hermanos Camejo y Pepe Carril, de Salazar en coautoría con Norge Espinosa. El mismo está a punto de ver la luz en 2012, tras una investigación desarrollada durante doce años, e indaga a fondo, sin tapujos, en la historia de los Camejo-Carril y el TNG.
Otro marionetista de “raza”, con un trabajo de excepción es el maestro Armando Morales, quien actualmente dirige el TNG, y con cincuenta años de experiencia es todo un ejemplo: titiritero incansable y culto, explorador de nuevas estéticas y dramaturgias, abierto a enseñar a los principiantes, autor de artículos sobre teoría e historia de los títeres… Y entre los más jóvenes destaca Cristian Medina, director del grupo El retablo, que desde Cienfuegos, en el centro de la isla, crea espectáculos muy efectivos, colmados de gracia, buen gusto e ingeniosas soluciones técnicas.
Hoy, en el umbral de un importante cambio en la sociedad cubana, los titiriteros llevan su arte a todos los rincones, incluso a las pueblos más intrincados de las regiones montañosas. En este país el teatro y los títeres continúan siendo un bien social necesario, y el estado, los artistas y el público los defienden. Los titiriteros son conscientes de la necesidad de su oficio, y generosos aportan sus mejores energías. Esperemos que el porvenir sea más esperanzador para el arte del títere en Cuba. ¡Qué en el regusto amargo se filtre el dulzor de nuestra caña de azúcar, y toda nuestra confianza en un mundo mejor!
(Ver también la primera parte del artículo. Por error, dicha primera parte se publicó sin las notas al pie.)