Gracias al contacto facilitado por Mónica Hoth, de San Miguel de Allende, Guanajuato, pude platicar con Walther Boelsterly, director de uno de los museos que con más impacto se ha asentado recientemente en el centro de la Ciudad de México y que cuenta con el respaldo de la Secretaría de Cultura del Distrito Federal. El Museo de Arte Popular, el MAP, es una institución que sigue un criterio museístico rigurosamente contemporáneo; sus actividades no sólo abarcan la preservación de piezas con un valor patrimonial en relación a su antigüedad, sino que promueve la continuidad de todo aquello que ha definido y define el hacer del arte popular mexicano: temáticas, formas, materiales y objetos que se repiten desde las sociedades prehispánicas hasta nuestros días.
Reza unos de los primeros textos con que uno se encuentra al visitar el museo, en la sala dedicada a los temas esenciales, a la representación de la naturaleza (incluída la humana) y los objetos de uso cotidiano, ya sean útiles o meramente decorativos: “Hasta ahora conocemos que el Arte Popular es el resultado de una interacción entre la sociedad y el mundo; pero en la conformación de las técnicas del Arte Popular interviene todo un proceso histórico y cultural (…)”
Lo expuesto en esa sala muestra el carácter evolutivo del arte. Ahí se ven piezas antiguas al lado de objetos de artesanía manufacturados recientemente siguiendo los trazos de lo que daríamos en llamar la propia idiosincracia cultural mexicana. Así es también, en cierto modo, el propio edificio: el MAP se encuentra en uno de los muchísimos palacios de sobrio art-déco con algún que otro detalle identitario mesoamericano que se encuentran en la capital mexicana, una extraña pero armoniosa sobreposición de autoctonismo y moderna industrialización.
Fue inaugurado en marzo de 2006, en cierta forma para completar la visión sobre el arte popular que ya se daba en otros museos: está el impresionante Museo de Antropología e Historia, con su sala etnográfica, y el Museo de Culturas Populares, con un enfoque más bien sociológico, en Coyoacán, al sur de la ciudad, ambos del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta). El MAP se fundó a partir de un apasionante debate museístico sobre el valor patrimonial y cultural de las piezas. Dijo Walther Boelsterly que, a pesar de que ya había estos importantes museos, “se nos había olvidado que las piezas de artesanía son bellas per se”, y que por lo tanto faltaba en México un espacio que pusiera en relieve este aspecto.
Ponía este ejemplo: “Si tú tienes un cuenco de 150 años, hecho con unos materiales y una estética determinada, ves su valor utilitario; pero también era una pieza de arte utilitario un cuenco de hace 2.000 años. Aparentemente le damos valor a la antigüedad. Una pieza, si en vez de tener 150 años, tiene 2.000, la gente ya no la toca, y si le ponemos un precio exorbitante la gente la adquiere. Ante una artesanía más reciente supuestamente creemos que se pueden hacer muchas más, o que se puede hacer en serie, o que la acaban de hacer, y no le damos el valor necesario. La justipreciación de las piezas pierde su nivel dado que hay una familiaridad con ellas.” Pero su valor artístico sigue siendo el mismo.
“Las artesanías son piezas únicas que traen detrás de sí un proceso de creatividad muy impresionante. En este proceso hay desde la herencia de técnicas y de oficios hasta transformaciones del uso de los materiales que se encuentran en la naturaleza. Por lo tanto, antes que ser piezas artesanales son parte de un proceso que conlleva un círculo estético importante, y esto no se había visto en México hasta la inauguración del MAP”, afirmó Boelsterly.
El Museo de Arte Popular tiene como misión la pervivencia de todas las formas entre arte y artesanía que configuran la realidad mexicana, y por lo tanto uno de sus objetivos es la recuperación, como decía Boelsterly, de técnicas y oficios ancestrales. Hay que añadir la innovación como otro de los factores que condiciona a los responsables del MAP, ya que ésta abre un espacio para que el artista de hoy en día pueda mantener su oficio con la dignidad artística que se merece, conviviendo con los artistas contemporáneos. En este sentido, una de las actividades para promover la dignidad del artesanato es la organización anual, desde 2007, de un desfile de alebrijes monumentales por el centro de la Ciudad de México. Los alebrijes son representaciones de animales fantásticos “que en México se arraigaron muy bien” y que constituyen uno de los fondos más importantes del museo. En realidad, según contó Boelsterly, el origen de los alebrijes no se remonta a las culturas prehispánicas, pero sí se han convertido en unas piezas que en la actualidad se pueden encontrar en los mercados de muchas ciudades y pueblos de todo México, y que se corresponden con los criterios de valor artístico del museo: muestran una “propuesta estética, una correlación con la biodiversidad del entorno y un valor utilitario”. (Para leer más sobre el origen de los alebrijes, click aquí.)
Todavía en la tercera planta del MAP, la segunda sala está dedicada a los objetos de uso cotidiano. Arreos de cuero trabajado, muñecos y representaciones de personajes públicos o de oficios diversos y juguetes muestran la evolución de unos objetos cuya estética y factura les otorgan, por sí mismos, valor de bien patrimonial.
El papel de los títeres
Es bastante común en varios museos de México ver representaciones humanas (ya no digamos máscaras, esqueletos, seres mitológicos e incluso representaciones de rostros humanos con máscaras de animales superpuestas en una misma talla). No hay, sin embargo, muchas figuras que puedan asociarse a antiguas representaciones de teatro de títeres. Gerardo Gómez, coordinador de conservación y mantenimiento del MAP, quien el día en que visité el museo estaba al cargo de la remodelación de la sala número 3, dedicada a lo sagrado, me comentó que sí existían figuras destinadas a ilustrar las danzas, lo que vendrían a ser títeres. Reconozco mi ignorancia sobre las formas teatrales prehispánicas de Mesoamérica, pero el apunte de Gómez me convenció. (1)
Una de las piezas más impresionantes de la sala 3, donde se concentran representaciones de los miedos “populares”, diablos, muertes y todo lo desconocido en general, es una figura articulada de la muerte, tallada en madera, del siglo XVII. Es de tamaño casi natural y, según Gómez, debió de usarse manipulándola desde atrás con varillas. Incluso “sería raro”, dijo, “que perteneciera a algún ritual profano, porque nadie hubiera conservado una pieza así con ese fin durante tanto tiempo”. Entonces la talla de la muerte formaría parte más bien de algún cuadro o representación presumiblemente ya controlado por la Iglesia.
En la conversación con Walther Boelsterly, dijo: “Yo tampoco conozco a fondo el tema de las representaciones prehispánicas, pero sí he visto muchas figuritas, sobre todo de la zona de Jaina, en Veracruz, en las que se trabajaba una especie de psicología avant la lettre. El personaje al que se representaba tenía aticulado el pecho de forma que al abrirse se veían dentro una serie de figuritas que eran parte de sus males; estaban representados a través de un cuchillo, un perro, un animal volador…, y se sabe que esto se utilizaba para jugar con los males que tenía el personaje en su interior y que lo afligían. Esto pudo ser parte de una teatralidad, aunque yo no me atrevería ni a negarlo ni a afirmarlo, pero lo que sí es cierto es que había una representatividad permanente. También a través de las danzas y las indumentarias, así que, viendo todas esas representaciones humanoides en todas las culturas mesoamericanas, es obvio que habría alguna representación de títere.”
“Sí hubo también una introducción de los títeres europeos no solamente en el período virreinal sino también en el siglo XIX, que tuvieron mucha influencia y que aquí se asentaron muy bien. Dado que aquí en México las gentes son muy creativas, esas tradiciones cayeron en buenas manos y tuvieron la capacidad de hacer piezas verdaderamente artísticas.”
Colecciones de títeres y oficio
En la línea del MAP de mantener vivos oficios y técnicas ancestrales en el mundo contemporáneo, sus responsables organizan un concurso anual para la producción de obras de títeres. Los ganadores ven publicado su trabajo y el montaje se representa por varias partes de la república y, por supuesto, en el propio museo. “Los títeres se encuentran actualmente frente a un tipo de teconolgía con la que no hay modo de competir”, afirmó Boelsterly, “y por lo tanto de alguna forma con este ciclo nosotros tratamos de generar una expectativa en el público”. Y en momentos puntuales lo consiguen: con Mónica Hoth, en San Miguel de Allende, han dado funciones para más de 3.000 espectadores en teatros abiertos, aunque Boelsterly también lamenta que, a pesar de estos éxitos no haya realmente un apoyo institucional en reconocer que este tipo de arte es una veta de cohesión social sobre la que se podría trabajar fácilmente. Una actitud que podría cambiar a tenor de las nuevas tendencias sobre patrimonio artístico y cultural (ver también este artículo).
“Actualmente sí se aprecian las piezas como arte, pero no como arte utilitario, como artesanías”, comentó. “El problema está en que los rasgos y las técnicas se van simplificando con tal de vender lo que en un momento dado podría ser un títere, que son piezas creadas exclusivamente para una obra, que tienen una correspondencia con una representación y que por lo tanto tienen unas características determinadas que son únicas de cada títere. Eso es lo que se va perdiendo poco a poco. Hoy en día con que se le pongan unos piesitos i unas manitas medio mal hechas y una cabecita con un sombrero y lo demás de tela blanca, un estereotipo del mexicano medio indígena, ya se acabó el asunto.” (Boelsterly describe uno de los más típicos souvenirs de México, una marioneta que se vende como artesanía en no pocos negocios, sobre todo en las zonas más turísticas e incluso en el aeropuerto.) “Eso no es un títere; eso es un estereotipo para el que se utilizó la técnica del títere. Por eso una parte de nuestro objetivo es tratar de recuperar ciertas piezas y por el otro lado fomentar la creación de obras para títeres y al mismo tiempo de un público. Es sobre este conjunto que podemos asignar un valor patrimonial a las piezas que se siguen elaborando actualmente, aunque sean contemporáneas, pero de una calidad específica para entrar en este circuito.”
Hablando de piezas historicas, Boelsterly me recomendó viajar a Zacatecas para visitar una de las colecciones de títeres más bien conservada de México, pero desgraciadamente no pudo ser. Allá está el Museo Rafael Coronel, en el que se guarda una parte de los muñecos de la familia Rosete Aranda, que en un cierto momento quedó dividida en tres. Otra sección se encuentra en Huamantla, estado de Tlaxcala, a unas dos horas del DF, cuidada por el nieto del fundador de la dinastía. En Huamantla se organiza también el Festival Internacional Rosete Aranda, que en la última edición vio inaugurada la remodelación de su museo (ver este artículo del Club de Opinión). Finalmente, la tercera parte de la colección familiar se encuentra en el Instituto Nacional de Bellas Artes, en Ciudad de México, proveniente de un lote que se vendía en 1970 en el mercado de la Lagunilla y que incluye varios guiones.
También está la colección de Alberto Mejía Barón “Alfin”. Desde su muerte en 2009, las piezas de este reconocido constructor forman un lote que su hermano intenta vender, aunque según Boelsterly el precio es desorbitado. Y es que en el cálculo del valor de un patrimonio, sobre todo si es tan activo como el de los títeres, hay que aplicarle criterios de artesanía y variables de futuro.
Nota:
(1) Algunos estudios señalan la poesía y la danza como formas de arte culto en las sociedades centroamericanas antes de la llegada de los españoles. En concreto, José Luis Martínez (1972), describe citando abundancia de fuentes las “casas de canto” nahuas. Situadas éstas junto a los templos, disponían de grandes patios para la ejecución de los bailes. En ellas se enseñaba canto, baile e interpretación musical, y se distiguían de los calmécac porque en éstos sólo se daban los cantos religiosos. En las casas de canto, en cambio, se aprendían los profanos: “hazañas de héroes, elogios de príncipes, lamentaciones por la brevedad de la vida y de la gloria, exaltaciones guerreras, pantomimas, elogios y variaciones sobre la poesía y ‘cosas de amores’”. Martínez, José Luis; Nezahualcóyotl; Fondo de Cultura Económico, México, 1972; Lecturas Mexicanas (1984), 39.
No sería extraño suponer que a lo largo de aquellas representaciones musicales se utilizaran máscaras articuladas o títeres, como señaló Gerardo Gómez, del MAP. (Ver también este artículo de Adolfo Ayuso.)