Se cumplen en el 2017 cuarenta años de la fundación de la histórica compañía de teatro La Tartana. Un aniversario importante, dada la magnitud del trabajo desarrollado por este grupo inquieto y longevo de activistas del teatro que a finales de los setenta se lanzó a los escenarios del mundo con la valentía, el tesón, el vitalismo y la inconsciencia propia de los que en aquellas alturas saltamos al ruedo de la aventura teatral.
La Tartana en sus inicios.
Lo bueno de La Tartana es que en su dilatada trayectoria han recorrido todos los segmentos de la profesión teatral, con una mirada permanente hacia los títeres, los grandes muñecos y el teatro visual por extensión. Desde el teatro de calle, pasando por espectáculos de vanguardia de gran formato, coproducciones con otras compañías, organización de festivales, creación de una sala estable alternativa en Madrid, La Pradillo, organización de ciclos en dicha sala, estrenos de más obras para adultos, organización de talleres y cursos especializados, y una focalización más centrada en los títeres y el público joven y familiar en sus últimas etapas. ¿Qué más cabe esperar de una compañía de teatro? Creo que La Tartana ha hecho el ‘pleno’ y que sólo por haber sobrevivido a tantas aventuras e iniciativas de tan diversa índole, siempre con la cara alta y con un palmarés de excelentísimos resultados, se les debería otorgar por sus méritos alguna medalla de oro de esas que celebran una vida entera dedicada a las labores del bien común cultural, el arte y la creación escénica.
Cuarenta años de creación ininterrumpida. Está rápido dicho, pero son pocos los casos que llegan a tales extremos. Cuando ocurren, siempre hay que buscar a una alma mater detrás del empeño, al empecinado navegador que contra vientos y mareas ha sabido mantener fijo el rumbo, sorteando las tempestades, saltando los escollos insalvables a los que el destino quiere obligarte a naufragar, toreando a los políticos de turno que en nuestro país ocupan este singular y fundamental papel de los becerros o novillos cuya función principal es la de desestabilizar a los aventureros que van de por libre con sus cornadas sorpresa. En el caso de La Tartana, ese rol de capitán arquetípico a su vez visible y oculto lo ha protagonizado Juan Muñoz, miembro del equipo fundacional y dotado de una aguda psicología de la resistencia, como si viajara cubierto de un chasis todo terreno de película de Robocop. Y lo ha hecho con esas características tan propias del teatro independiente y alternativo que se obstina a juntar el arte con la empresa, la creación con el cálculo y el balance de resultados, una conjunción alquímica más propia de la mentalidad catalana que de la madileña, todo sea dicho y según reza el tópico y la realidad. Aquí están los casos de Comediants, Els Joglars o La Fura dels Baus, ejemplos clásicos de esta unión longeva de arte y negocio, de botiga y creación. Lo que significa que Juan Muñoz, además de teatrero empecinado y creador, se ha dejado también empapar de la realidad ibérica en sus múltiples facetas, tomando de aquí y de allá las estrategias de supervivencia que las lecciones de la vida despiertan por doquier.
La Tartana, actuación en la calle. Años setenta.
Pero La Tartana tiene un mérito añadido, que muy pocas compañías en este país pueden alardear de haber conseguido: haber juntado las mayúsculas con las minúsculas, es decir, el arte de las producciones de gran ambición artística y empresarial, y la modesta emprendedoría de los montajes de títeres para niños o público familiar, sin jamás perder la dignidad, con el estandarte bien alto de la pretención artística y con la humildad de quién es capaz de volar por las grandes alturas del espacio, pero que sabe planear bajo por los valles y las intemperies abruptas del terreno. Humildad, tesón, dignidad, ambición, arte. Cinco palabras que son los cinco anillos de la mano con la que ha navegado agarrada al timón La Tartana en sus cuarenta años de travesía.
Tras el panegírico, conviene abordar las etapas de su navegar a través de los años.
Inicios. La calle y el Tercer Teatro.
Cuatro fueron los integrantes de la primera Tartana: Juan Muñoz, Carlos Marquerie, Juan Pablo Muñoz Zielinski y Carlos Lorenzo. Los cuatro, estudiantes de un instituto de Madrid, tenían a un profesor de modelado de los antiguos, de esos que juntaban la pasión de la enseñanza con la del arte, y que consiguió seducirlos con el tema de las marionetas: Paco Peralta. El gran maestro gaditano, que durante muchos años fue profesor de artes plásticas en la enseñanza madrileña, se hallaba en los años setenta en los inicios de su singular carrera de marionetista, y no es de extrañar que su entusiasmo por esta forma de teatro, que aúna la creación plástica con la escena, acabara conquistando el corazón de algunos de sus alumnos.
Paco Peralta. Foto de Pablo Caruana (ver aquí)
El primer espectáculo de los cuatro de La Tartana fue Polichinela, una verdadera declaración de principios: nada como partir de la tradición autóctona de los títeres de cachiporra para entender el mundo en el que se estaban metiendo. Pero en los años setenta, Polichinela brillaba por su ausencia en los retablos del país, seguramente ahuyentado por la dictadura, o quizás suplantadas sus funciones cachiporreras por la eficaz cachiporra del régimen franquista. En aquellos tiempos, se llevaba en Europa el llamado Tercer Teatro, un intento de juntar la antropología con la escena, lo que también permitía salir de los escenarios convencionales a la italiana y de romper de paso la cuarta pared que separa al público de los actores. El italiano Eugenio Barba fue uno de los gurús de este movimiento, con su compañía danesa Odín Teatret, que acabó fundando su propio centro en la localidad de Olstebro, en Jutlandia. Otro referente fue la americana Bread and Puppet instalada en Vermont, compañía fundada en 1963 por el alemán Peter Schumann, que a finales de los setenta deslumbró en Europa y en España con sus impactantes espectáculos. Recuerdo haber visto el magnífico ‘Circo del Caballo Blanco’ en el Colegio Mayor de San Juan Evangelista (Ciudad Universitaria, Madrid) en mayo de 1977, el mismo año que conocimos a Juan Muñoz y a Carlos Marquerie en el Retiro, presentados por el inefable Paco Porras.
Aunque quizás los que con más ahínco rompieron la cuarta pared de los teatros europeos fueran las huestes del Living Theatre, oriundos de Nueva York, capitaneados por la actriz Judith Malina y el pintor y poeta Julian Beck. Sus obras fueron el detonante de los movimientos libertarios de la escena europea, rompiendo todos los moldes hasta entonces válidos.
Títere de la primera época de La Tartana.
Todos estos referentes estaban entonces en el aire y los jóvenes actores de La Tartana, una vez hubieron bebido del veneno que les dio Paco Peralta en sus clases, no tardarían en respirarlos y hacérselos suyos. Lo que explica algunas de las imágenes fundacionales de La Tartana, en las que sus miembros aparecen subidos en zancos, tocando el tambor, la trompeta o el saxofón, y rodeados de muñecos a modo de gigantones muy en la línea de los del Bread and Puppet de la época. Una imagen que en Barcelona tenía su correlato en las huestes de Comediants, o en las de Pepe Otal y su Grupo-Taller de Marionetas, igualmente embebidos ambos de las mismas fuentes.
Títulos como Polichinela (1977), Tierras de Sol y Luna (1978), Atracciones de La Tartana (1979) o Pasacalles 80 (1980) ilustran esta primera época fundacional de la compañía, en coincidencia con el arranque de la Transición, que provocó el surgimiento de muchas compañías de teatro ansiosas de echarse a la calle, en parte para satisfacer la gran demanda de actos participativos con los que la recién nacida democracia española quería resarcirse de tantos años de abstinencia.
Nosotros mismos, desde La Fanfarra, participamos de este movimiento junto a tantas otras compañías, españolas y catalanas, y recuerdo como conocimos a Juan Muñoz y a Carlos Marquerie en el año 1977 en el Retiro madrileño, como antes hemos indicado, donde acudimos para actuar en lo que sería el Primer Festival de Títeres de Madrid, organizado por Paco Porras y Gonzalo Cañas. La calle juntó a muchos artistas de la época que, aún procedentes de ámbitos muy distintos, participaban del mismo espíritu alegre y desenfadado de la Transición.
Los grandes títulos. La Sala Pradillo.
En 1984, La Tartana da un giro, abandona la calle y substituye el agotado aliento antropológico del Tercer Teatro por una nueva vocación de juntar los contenidos con una poderosa estética, buscando nuevos maginarios poéticos e intimistas, con propuestas que tienden a la experimentación y a probar nuesvas fórmulas de teatro. Desde Ciudad Irreal (1984) hasta el Lear de 1987 hay una evolución que intenta no olvidarse del actor, que participa plenamente en el juego de las marionetas. Se posicionan este modo junto a las nuevas dramaturgias mundiales del teatro de marionetas que habían roto con el viejo retablo y exploraban nuevas maneras de expresión donde los lenguajes juegan a cruzarse y a combinarse con total libertad. Son años de ambición estética y creativa, con propuestas arriesgadas que requieren presupuestos adecuados, una lucha siempre enconada con los dispensadores de dinero, tacaños al principio pero que poco a poco van comprendiendo que eso del teatro vale la pena apoyarlo.
El Rey Lear, 1987.
Se fraguan en España, en los ochenta, cambios importantes de perspectiva: los grandes fastos del 92 se vislumbran en la lejanía y las instituciones empiezan a posicionarse, atrapados por unos compromisos en los que el mundo del espectáculo tanto tiene que decir. En Barcelona son los Juegos Olímpicos, que acabarían dando a compañías como Comediants o La Fura unas plataformas de actuación insospechadas, en Madrid es la Capitalidad Europea de la Cultura, y en Sevilla la Exposición Universal. El teatro va, en cierto modo, a remolque de estos grandes acontecimientos, que no dejan de ser puro espectáculo y que necesitan de muchos artistas, dramaturgos, guionistas, esteticistas, diseñadores y arquitectos competentes.
Imagen de El Rey Lear.
España se convierte en el paraíso de la compañías europeas de teatro: buenos cachés, festivales en cada ciudad y muchas efemérides por celebrar.
La Tartana opta, en 1990, por abrir su propio espacio, un teatro hecho a medida para desarrollar en él su trabajo. Nace la Sala Pradillo, pronto integrada en el colectivo de las Salas Alternativas, que en 1984 inició su andadura con la abertura del Teatro Malic en Barcelona. Junto con la Sala Beckett, La Pradillo conforma el grupo de las salas más experimentales, innovadoras y en cierto modo apoyadas, en un primer momento, por las administraciones. El gran prestigio artístico alcanzado por La Tartana avala estas ayudas y la compañía vive unos años de rica intensidad creativa. Nacen títulos como Muerte de Ayax (1991), El Hundimiento del Titanic (1992), Paisajes de un Paseante (1993), Espera (1995), La Roca y la Colina (1996) o la premiada Frankestein (1997), que recibe el Premio Max al Mejor Espectáculo Infantil. La misma Sala Pradillo gana un Max de Nuevas Tendencias en 2006.
Juan Muñoz en la Sala Pradillo.
Juan Muñoz se encarga de la dirección de la Pradillo. Su labor al frente de esta nave, por la que mereció recibir el Premio Ojo Crítico de Teatro como gestor por la Coordinadora de Salas Alternativas en 1995, dota al personaje de una experiencia y de un temple de los de alto voltaje, motivo por el que es querido y reconocido en el ambiente de las Salas Alternativas, siempre al filo de la navaja y, aunque no todas sean titiriteras, pendientes de un hilo.
Debo decir que fue en el contexto de la Coordinadora de las Salas Alternativas cuando mejor conocí y compartí horas y experiencias con Juan Muñoz, de quién siempre admiré su sensatez y su profundo sentido de la realidad, bien asociado a la tremenda insensatez que es haberse dedicado a los títeres y haber abierto una sala de teatro no comercial. Sabido es que el clima reinante de estas salas en aquel entonces era harto volátil, fantasioso, subido de tono, inocente y extravagante -con las honrosas exepciones, por supuesto-, por lo que disponer de una figura cabal como la de Muñoz fue un antídoto que los alternativos supieron cuidar y valorar.
Última época.
En 2004 se une al equipo Inés Maroto, persona procedente del mundo de las bellas artes y con una sensibilidad especial para los niños. El nuevo equipo estrenará la ópera de Ravel “El niño y los sortilegios” (2004). Tres años de gira durante los que recorre todo tipo de teatros. A partir de ahí, La Tartana se enfrenta a historias como “El Quijote” (2005) o “Piratas” (2006). Y más tarde, a historias propias como “Petshow” (2007), “Historias de derribo” (2009) o “Vacamioneta” (2008), una preciosa historia contada por un juguetero que va dando vida a los objetos.
Vacacamioneta (2008).
Sus últimos estrenos son los que aún continúan en cartel: “Monstruos en la maleta” (2010), la historia de dos seres que nacen separados y que tendrán que enfrentarse solos a los retos de la vida, para más tarde encontrarse y aprender a convivir. Una vez más, una ópera infantil, “Hansel & Gretel” (2011). Tras su incursión musical, crean “El Guardián de los Cuentos”, espectáculo que obtiene un gran éxito, llegando a finalista a los Premios MAX al Mejor espectáculo infantil en 2015. Con “El Sueño del Pequeño Guerrero”, La Tartana recupero el trabajo con el títere más clásico, un espectáculo repleto de aventuras africanas y de sorprendentes personajes. Viene luego “Atrapasueños”, que se presenta en el Teatralia 2015 y en FETEN 2016. Y pensando en el público adolescente, crean “Don Juan. En las sombras de la noche”, una manera fresca y original de acercar al público la inmortal obra de Zorrilla.
Don Juan. En las sombras de la noche. (2015).
Su último montaje, «El Rincón de los títeres«, recién estrenado, ha sido creado como homenaje al teatro de títeres y a la propia historia de la compañía.
Hoy La Tartana cumple cuarenta años y, al mirar hacia atrás, vislumbramos un recorrido de los que es imposible reducir a cuatro páginas. Explicar una aventura de este calibre requeriría un ensayo de unas cuantas páginas más. Por los caminos, recoveos, curvas, huecos, angosturas, circunvalaciones y por cuantas mil formas más suele tomar el capricho del tiempo al enroscarse con el espacio y con las dinámicas de unas vidas de teatro, por todos estos vericuetos transitan también los cuarenta años de historia del país, desde los primeros años después de la muerte de Franco, la Transición con todas sus tensiones, el 23F y los mandatos socialistas, y, tras la llegada de Aznar, las derivas actuales del PP, del PSOE y de tantas otras cosas. Unos años que cambiaron el país para siempre y que cambiaron a sus protagonistas, no sólo por efectos de la edad, sino por el aprendizaje forzoso de lo que es el mundo hoy.
Que La Tartana siga en el calendero habiendo vivido lo vivido, sólo puede significar una cosa: tras la mirada entre ingenua, preocupada, valiente y tenaz de Juan Muñoz, tiene que existir la mente y la madera de un estratega de la vida, de esos que fijan un rumbo pensado para una travesía de las que son de largo recorrido. Dicho en otras palabras, una estrategia de vida, que es cuando el arte se fusiona con la mente, el cuerpo y la sangre, para navegar sin miedo por el espíritu de la época. Un espíritu que seguramente son muchos, todos peleados entre si y con direcciones diferentes cuando no opuestas, en definitiva, un mar embravecido y tormentoso como pocos los hubo a lo largo de los siglos. Y aunque Juan Muñoz no fume en pipa ni lleve gorra de capitán de barco, nadie podrá negarle su condición de viejo lobo de mar titiritero, título que ostenta con orgullo y humildad.
Hoy La Tartana sigue con sus producciones anuales y su empeño creativo. Tras soltar el lastre de la Pradillo, y con la savia fresca de nuevas generaciones incorporadas de titiriteros (importante destacar a Inés Maroto o a la misma hija de Juan, Elena Muñoz), sus espectáculos giran y se venden bien, bajo la mirada astuta, atenta y castellana del gaditano Juan Muñoz. Que los dioses deparen a tan fabulosa nave el goce de seguir surcando cuantos mares desee.