(Jordi Bertran. Foto de Iñigo Royo)
Uno de los platos fuertes del Titirijai es siempre la o las exposiciones que se presentan en paralelo a los espectáculos. En esta 40 edición, el Festival se ha vestido de gala con tres diferentes muestras: la realizada en la Sala de Exposiciones Temporales dedicada a la carrera artística del marionetista Jordi Bertran, que cumple 45 años de profesión; ‘La Ciudad de las Luces’, una instalación obra de David Zuazola puesta en el Ambigú del TOPIC, que representa a la ciutat de Tolosa y que ha sido creada con los niños de una escuela de la ciudad; y los carteles de las 40 ediciones del Titirijai que se hallan colgados en las paredes del Ambigú. De ellas hablaremos en esta crónica.
Igualmente nos referiremos a los siguientes espectáculos: Robot, de David Zuazola; y La Muerte de Don Cristóbal Polichinela, de Paz Tatay, de la compañía Pélélé.
Jordi Bertran: 45 años de carrera
He aquí uno de los homenajes más queridos y esperados, alrededor de la figura de Jordi Bertran, marionetista catalán de referencia, tanto en la especialidad del hilo, una disciplina que trabajó en sus inicios con Carles Cañellas y Pepe Otal, como en la de la manipulación de objetos, con títulos que han recorrido el mundo entero.
Me gustaría recuperar las palabras que escribí en Putxinel·li (ver aquí) en el cuarenta aniversario de titiritero, y que son aplicables a esta celebración de sus 45 años de profesión:
‘No me cabe duda que llegar a los cuarenta y cinco años en una profesión de las que requieren oficio, que incorpora el saber hacer de las manos, del cuerpo, del espíritu y que tiene, por tanto, exigencias de creatividad, constituye un evento importante y memorable. No todos los titiriteros que empezaron en los años setenta han continuado por el ‘recto camino’, o más bien por el tortuoso camino de la profesión: muchos se despegaron a tiempo y algunos se han quedado por el camino. Jordi Bertran es de los que sigue trabajando como si los años no pasaran para él, activo como el que más, embarcado siempre en nuevas creaciones y con un taller abierto a las personas que quieren aprender el oficio. Un Artista titiritero y músico que se ha convertido también en un Maestro en el sentido más noble de esta palabra. Una condición que comparte con toda una generación rica en conocimientos y maestría, donde debemos poner a tantos otros compañeros suyos de profesión’.
No vamos a contar aquí su vida ni las diferentes etapas de su carrera, que el lector puede encontrar en el magnífico catálogo que le ha dedicado el TOPIC, o en el mismo artículo antes citado, pero sí insistir en el hecho de que estamos ante una personalidad artística de un enorme relieve, cuyos ‘momentos’ están perfectamente plasmados en la exposición que reseñamos.
En efecto, a través de los textos que aparecen en los paneles y los diferentes conjuntos de marionetas que se exponen en la sala del TOPIC, se invita al visitante a realizar un vívido recorrido por las diferentes etapas vitales de Bertran. Desde sus inicios con el Col·lectiu d’Animació o con la compañía Els Farsants, casi siempre como músico, hasta sus primeras marionetas que rápidamente triunfan cuando aparecen en el pequeño pero entrañable café-teatro El Llantiol, en el corazón de la Barcelona canalla en pleno Barrio Chino,
La exposición muestra con generosidad de piezas, fotografías y material gráfico, más una buena selección de recortes de prensa, las primeras andanzas del marionetista que rápidamente se consolida como artista internacional con espectáculos como Antología, Poemes Visuals, El Avaro, o El Circo, por solo citar unos pocos títulos.
Acabo esta reseña con estas palabras que escribí en su día sobre su práctica artística:
‘Pienso que para Jordi Bertran, una marioneta no deja de ser un instrumento al que se le deben extraer las notas más refinadas: ritmo, swing, fluidez, conexión con el público, ligereza, silencios bien medidos,… Estas cualidades que pide la buena música son las mismas que pide una marioneta cuando se manipula como una figura solista. Y es en este ámbito cuando el ‘savoir faire’ y el oficio del músico-titiritero Jordi Bertran más brilla y destaca. Una verdadera suerte disponer de estos dos registros: la meticulosidad de un control estirado del tiempo que pide la manipulación del hilo, y la versatilidad rítmica, juguetona y comunicativa de la música. Dos registros que al juntarse suman, y a los que el maestro del Taller del Parque conoce a la perfección’.
La Ciudad de las Luces, de David Zuazola
Creado y dirigido por el titiritero chileno-español David Zuazola, y elaborado en colaboración con los teatros Gulliver Teatr (estatal) y Unia Teatr Niemoizliw (privado), de Polonia, La Ciudad de las Luces es un precioso proyecto itinerante consistente en crear una maqueta de las diferentes ciudades donde el equipo es invitado a instalarse, con la participación de los niños de escuelas seleccionadas.
Se ha levantado ya en Timisoara (Rumanía), Sarajevo (Bosnia), Icheon (Corea), Chuncheon (Corea), Varsovia (Polonia) y Tolosa (España), y está previsto que lo haga en Eslovenia y Serbia. Y ha sido tal el éxito que ha cosechado hasta ahora, que para el 2024 está previsto que se instale en Kragujevac (Serbia), Békéscsaba (Hungría), y nuevamente en Timisoara (Rumanía), al ser la capital cultural europea.
El procedimiento consiste en construir la instalación en cada lugar a partir de cómo ven su ciudad determinados grupos de niños con los que se trabaja el proyecto al principio. Por supuesto, también se realiza una investigación previa del equipo alrededor de la ciudad, buscando sus edificios más emblemáticos y viendo cómo se pueden colocar. Después, David Zuazola escribe un texto que se interpreta con actores locales en una función que generalmente puede durar unos 50 minutos, aunque pueden ser menos según las posibilidades de cada lugar.
En Tolosa, la maqueta se instaló en el Ambigú del TOPIC, y fue el mismo David Zuazola, su constructor, quien presentó la instalación en sesiones de 15 minutos, con la asistencia de un actor polaco que colaboró también en el montaje. Por ella han ido pasando grupos de adultos y de escolares, que miraban y escuchaban sobre su propia ciudad, fascinados de encontrarse frente a aquel espejo que les permitía ver desde afuera el lugar donde viven la mayor parte de sus vidas.
Lo bueno es que lo contado y las diferentes acciones que se representan han surgido de los mismos que participaron en su creación, habitantes niños de la ciudad. Luego, convertidos en espectadores, esos mismos niños y todos los que acuden a la función, se ven confrontados con la realidad urbana que los acoge, una situación inédita que permite abrir los ojos de una autoconciencia que nadie en su entorno propicia.
Un ejercicio magnífico que muestra una faceta de gran importancia que puede alcanzar el teatro de títeres: ampliar las perspectivas de la realidad, reflejando a los habitantes de la polis una parte de su naturaleza social, urbana y vital. Un ejercicio que debería ser de ejecución obligatoria en todas las escuelas de las ciudades del mundo entero.
Robot, de David Zuazola
Por fin pudo verse en Tolosa la nueva producción teatral de David Zuazola, Robot, que se estrenó a finales del 2020 en Polonia, con dirección de Marek b. Chodaczyński. Y pudimos constatar una vez más como Zuazola ha logrado crear un mundo propio, muy suyo, de una gran belleza e inquietante a la vez, en cuya elaboración aplica unos principios que podríamos considerar rebeldemente titiriteros, como lo puede ser esa autonomía que gustan tener los viejos maestros de hacerlo todo a su manera, aprovechando piezas, materiales y artilugios de deshecho, creando una estrecha relación entre lo que se hace, lo que se dice y lo que uno es y sabe hacer.
En efecto, desde Ala Sucia, la primera obra en la que inaugura el estilo que lo define (ver aquí), puede decirse que David ha seguido fiel a estos principios y a la estética que de ella se deriva.
Dije en una ocasión sobre este primer espectáculo de Zuazola: Ala Sucia es un espectáculo inquietante, no sólo por su estética que oscila cruelmente entre el kitch, el juguete mecánico, los objetos de deshecho y los muñecos de horror, sino sobre todo por los contrastes entre lo que se ve y lo que se dice, con un tono ambiguo de la voz y del lenguaje que gusta situarse a una distancia abismal, la del observador que ve lo que ocurre desde el pasado y desde el futuro a la vez. Esta distancia otorga a la obra un poderoso trasfondo mítico, por el que el manipulador/narrador se convierte en una especie de demiurgo que al hablar sobre sus criaturas está también hablando del mundo que nos rodea.
Podría repetir estas palabras aplicándolas a Robot, pero con la diferencia de que en su última creación, no hay palabras y la historia que se nos cuenta debemos descubrirla y adentrarnos en ella desde la imaginación, que nuestra percepción debe disparar hacia las alturas del goce -o del sufrimiento- estético.
Me desconcertó el cambio de actitud del titiritero, único manipulador solista de la historia, que mantiene la misma distancia abismal antes citada con relación a muñecos y escenografía, pero sin los engarces de la palabra, que cuando suena se agarra a los contenidos aunque sea para separarse de ellos. Eso libera los contenidos y los abre a la libre lectura de los espectadores.
En Robot, la distancia crece todavía a más altura, a causa de este silencio que es semántico pero no sonoro, pues la música de Marek Żurawski suena todo el rato, conduciéndonos cual lazarillo simbólico por los vericuetos de la narración que nos propone el autor.
En realidad, la historia es sencilla y básicamente se centra en el contraste entre lo que es una inocente relación afectiva o amorosa, y un entorno completamente deshumanizado, un mundo regido por las máquinas, la automatización y los ruidos chirriantes. Tan desabrido y enconado es el universo distópico que vemos en el escenario, que incluso los robots son ‘demasiado humanos’ para las autoridades que allí mandan. Pues mientras los robots pueden llegar a tener emociones, ni que sean ‘artificiales’, los humanos que mandan en este mundo aparecen como cáscaras metálicas vacías, sin otra sustancia o cometido que no sea la eficacia de los acaecimientos y de los procesos programados. Las excepciones son las singularidades ‘otras’ de los personajes que todavía mantienen vivo lo que hay de humano en el mundo, aunque el fatalismo del entorno no perdona a nadie.
Robot exige al público el esfuerzo cognitivo de entrar en el meollo de la obra. Situado a la misma distancia que el titiritero mantiene con sus criaturas, que antes hemos definido de ’abismal’, se exige al espectador saltar al vacío desolador sin intereses propio de la mera empatía hacia lo humano: le ayuda el charme feísta de los muñecos y la filigrana de una orfebrería constructora de minuciosa tecnología casera, que nos arrastra a una querencia afectiva hacia los personajes víctimas de una sociedad sin alma.
Todo ello convierte a Robot en una obra exquisita desde el punto de vista de la creación personal de universos titiriteros, un mundo oscuro y luminoso a la vez, distópico y sentimental, que ofrece al público la posibilidad de ver ‘en negativo’, es decir, desde el ‘realismo de lo oculto’, el mundo en el que vivimos o, para los más optimistas, hacia el que nos dirigimos. Vale la pena conocerlo y entrar en este juego de espejos distorsionados de la realidad que nos propone David Zuazola. Un autor titiritero que, a brazo partido, ha conseguido abrir su propio espacio de creación en el siempre complejo y contradictorio ecosistema teatral del país, y muy especialmente en Europa, donde no ha cesado de recibir premios, invitaciones y reconocimientos.
La Muerte de Don Cristóbal Polichinela, de Paz Tatay, de la compañía Pélélé
¿Es mortal Don Cristóbal Polichinela? Muchos pensarán que sí, y los enamorados del personaje dirán que no. Tras ver el espectáculo de Paz Tatay en el TOPIC de Tolosa, creo que ha quedado claro, al menos para una larga temporada, que, en efecto, el impresentable Don Cristóbal Polichinela tiene poco de mortal. Muere, como todos los humanos, pero a diferencia de estos, resucita que es un contento.
¿Debemos considerarlo por ello un Dios? Solo los dioses -y los gatos, 7 veces- mueren y resucitan a voluntad. En todo caso, si es un dios, lo será de los de categoría efímera: solo cuando está en un escenario calzado en una mano humana. Mientras actúa es un dios, pero lo deja de ser cuando acaba la función. Un tipo de dios pues relativo, que ejerce su divinidad humana con modestia e intermitencias. Ideal para los nuevos tiempos que corren, sin esa manía hacia lo absoluto que tienen los dioses.
De este asunto nos habla Paz Tatay, esta gran titiritera de Madrid instalada desde hace tiempo en Francia, y que se ha convertido, con su Don Cristóbal Polichinela, en un referente mundial de los llamados ’polichinelas europeos’. Un personaje que Paz ha tratado en varios espectáculos, con la finalidad de profundizar en la psicología anti-psicológica de Polichinela. Y podemos decir que lo ha conseguido con creces, logrando una gestualidad propia, muy personal y muy cuidada, provista de una sutileza que no siempre encontramos en los Polichinelas masculinos. (ver más sobre Paz Tatay en Titeresante aquí).
No hay concesiones en el libreto de Paz Tatay: Polichinela aparece como lo que es según lo define la tradición: un viejo avaro tan listo como canalla, que solo piensa en su dinero y en salirse con la suya. En esta obra no luce su faceta libidinosa, seguramente la más incorrecta a ojos actuales, perseguidor de chicas jóvenes a las que no duda en comprar con sus dineritos. Basta con su tacañería para dar inicio a la obra y que esta se sustente con solo dos otros personajes: la vieja bruja, criada al parecer del ricachón jorobado, que solo piensa en matarlo de mil maneras diferentes, sin jamás lograrlo, pues para su desgracia desconoce la condición inmortal del impresentable amo. Y la misma Muerte, que acaba como dios manda en el universo polichinesco: encerrada con la tapa bien clavada en el féretro de madera.
Escenas hilarantes que Paz urde con la voz rota de la lengüeta y ese estilo que, si no fuera por el tópico, lo asociaríamos a la actual corriente femenina de los polichinelas, con figuras tan sólidas como Irene Vecchia (de Nápoles) o Sara Henriques (de Porto), por solo citar a dos de las más conocidas.
El público gozó de la función, contento de ver títeres a la vieja usanza hechos desde la nueva usanza de una titiritera que ejecuta las rutinas clásicas con personalidad propia y con una encomiable libertad en la definición de personajes y escenas. Los aplausos y los olés fueron clamorosos.