Siempre es una alegría ver resucitar al héroe característico del teatro de títeres popular español, el famoso Don Cristóbal Polichinela. Y lo es porque no hace muchos años se le daba por irremediablemente desaparecido, tragado por el período oscuro del Franquismo, como si el dictador se hubiera apropiado de su herramienta principal de trabajo, la cachiporra, para usar de ella a su antojo, como un Ubú hiperbólico nostálgico de sus ancestros, los antiguos polichinelas pendencieros que recorrían los caminos de Europa.
Hoy el personaje ha vuelto a los escenarios de la mano de esforzados titiriteros que han indagado sobre el mismo y que, tras comprender que las cosas nunca serán como eran, imaginan lo que hoy sería Don Cristóbal enfrentado a las sensibilidades de nuestro siglo. Y la gracia es que cada uno lo hace a su manera, como es el caso de Paz Tatay, que ha recreado a un Don Cristóbal hecho a la medida del sentir y del vivir de esta gran titiritera de Madrid, hoy instalada en Francia. O el caso de los de Libélula de Segovia, que se agarraron a la faceta más juguetona y minimalista del personaje, los Cristobitas que hacían las delicias de chicos y mayores en conjunción con los no menos juguetones Robertos portugueses. O los rostros tallados por Helena Millán según las indicaciones de Adolfo Ayuso, gran conocedor de Don Cristóbal, con rasgos inspirados en las viejas fotografías que han llegado a nuestras manos, preciosos títeres hoy en manos del TOPIC de Tolosa.
Isabel Sobrino y Rafael Benito con Don Cristóbal y la Muerte.
A esa piscina de agitadas aguas y profundos saberes y misterios se han lanzado los de Alauda Teatro de Burgos, con Rafael Benito como titiritero e Isabel Sobrino en el papel de música acompañante, al presentar su Cristóbal Purchinela en La Puntual, el teatrillo de los Navarro en Barcelona. Y podemos decir, tras ver el espectáculo, que la inmersión ha sido feliz y ha dado frutos muy interesantes, empezando por la misma factura del personaje, que Benito ha creado con magníficas tallas de madera -las pongo en plural, pues son dos los Cristóbales tallados que aparecen en escena, el padre y el hijo- siguiendo en cierta manera el modelo inglés del Punch, títere de cabeza grandota con rasgos muy bien definidos, vestuario elegante y refinado, y los característicos pies sueltos que tanto juego permiten al muñeco.
También el retablo está hecho con gusto exquisito, buscando la nobleza de los terciopelos rojos, con bonitas pasamanerías doradas, borlas metálicas a modo de agarraderas para sostener el teloncito superior de la panza del teatrillo, y pinturas laterales de resonancias mitológicas.
Los dos Cristóbales Purcinelas, padre e hijo.
Pero quizás lo más interesante de la propuesta presentada por los de Alauda sea el hecho de acompañarse con música en directo, no sólo la que interpreta Isabel Sobrino a modo de mujer orquesta situada frente al público a un lado del escenario -con un violonchelo del que saca felices melodías y un conjunto de instrumentos varios de percusión que sirven para puntear la historia y acompañar algunos de los gags- sino también al optar por un modelo de retablo musical, con dos tambores y un platillo agarrados en el telón de fondo donde accionan las marionetas, para que el titiritero o alguno de los personajes puedan ellos mismos marcar los tiempos con sus golpes de percusión.
Algo que entronca con las viejas tradiciones titiriteras, pues era común que el trujamán se acompañara de un colega que desde el exterior tocaba algún tipo de instrumento, para atraer al público, acompañar las historias y, si se prestaba, interactuar entre los títeres y los espectadores. Una figura que en las tradiciones de los polichinelas orientales -como el Petrushka ruso o el Vasilache rumano- era de obligada presencia, al actuar como interpretes de los títeres hacia el público, y de éste hacia los títeres.
Foto de familia.
Alauda Teatro apuesta por esta conjunción de elementos, algo que el público siempre agradece. Y lo hace sumergiéndose, como antes hemos dicho, en el acervo de las rutinas tradicionales de los Punch, Pulcinellas y Cristobitas, de las que selecciona una buena cantidad de números para irles sacando punta en el ejercicio de las representaciones. En primer lugar la Muerte como personaje que abre y cierra la obra, primero llevándose al Cristóbal Viejo y luego intentando hacer lo mismo, ya hacia el final, con el joven. Intenciones que fracasan como es canónico que ocurra. Sale Doña Rosita, la novia del héroe, hermosa y juguetona, con una capa que se presta a no pocos equívocos. Y un perro adragonado, con el que se realizan las rutinas habituales que ofrece el personaje. También sale el embarazo del personaje, el huevo que pone y los pequeños polichinelas que salen del mismo.
Y hay una copiosa presencia de cachiporradas repartiendo estopa como exige el género y otras muchas ocurrencias sacadas de la tradición. Pero Alauda incorpora también el juego nuevo de Don Cristóbal jugando con su doble, el que ve en el espejo y que se le escapa y lo persigue, a través de un efecto sorpresa muy bien conseguido.
Me indican los de Burgos que el espectáculo acaba de estrenarse y lo lógico en este caso es que requiera del obligado rodaje de enfrentamiento con el público, porque bien sabido es que los espectáculos de títeres de factura tradicional son endiabladamente difíciles y necesitan mucho tiempo de filtraje y depuración. Un trabajo que en realidad nunca se acaba, al ser una de las gracias del género ir hacia la síntesis y el minimalismo, algo que antes se realizaba sin tener conciencia de ello con el saber acumulado de varias generaciones. Hoy el titiritero debe hacerlo rápido y en una sola vida, pues los tiempos del siglo XXI son de los que apremian.
Un Don Cristóbal, el de Alauda Teatro, que emerge en la parte superior de las Castillas con ganas de ganarse el corazón de los espectadores de todo el país. Su carrera, que apenas acaba de empezar, promete ser duradera y feliz. ¡Larga vida pues al personaje y a los valientes que se atreven a lidiar con él!