(Imagen de ‘El Juego del Tiempo, de David Zuazola.)
En esta cuarta y última crónica del FIMO, en Ovar, vamos a hablar de los siguientes espectáculos vistos: Era uma vez, outra vez, de Ahau Marionetas; Haithi, del Centre de Titelles de Lleida; Niyar – A Paper Tale, de Maayan Lungman; El Juego del Tiempo, de David Zuazola; El Caballero sin Caballo, de Pizzicato Teatro; y Puppet Collection Highlight, del Yangshou Puppetry Institute.
Era uma vez, outra vez, de Ahau Marionetas.
De Madeira llegó esta compañía formada en 2014 por Mericia Lucas, Argenis Nunes y el músico invitado Bruno Lucas, que interpretó en directo con su guitarra eléctrica, sobre una base pregrabada de música de su propia autoría.
Presentó el espectáculo de marionetas de hilo pero también de otras técnicas de manipulación titulado Era uma vez, outra vez, una obra de fantasía casi podríamos llamarla ‘psicodélica’, dada la música y los colores de los muñecos y de la escenografía. Psicodélica también en el sentido de ‘manifestar el alma’ a través de unos colores brillantes y contrastados, con una tendencia a introducir imágenes alucinatorias. La misma escenografía del montaje, un bosquecillo de atractivas setas multicolores, de las no comestibles pero que intuyes podrían ser de las que incitan a despertar la imaginación, nos indica que nos encontramos en el terreno alucinatorio, donde la realidad se puebla de duendes, de dragones que hablan, de lobos que pueden llegar a tener buenos sentimientos, de bosques misteriosos…
Y detrás del bosquecillo, un decorado de lo que podría ser una ‘ventana al inconsciente’, un ‘ojo al más allá’, un agujero en el tiempo y el espacio para entrar y salir a los mundos de la imaginación psicodélica…
Es en este contexto en el que un dragón, manipulado por un ser que podría ser uno de los personajes de algún cuento de Tolkien, sale a escena a modo de presentación de la historia. Un dragón mágico, de los que hablan y suelen ser amigos de los humanos.
El despliegue de marionetas del que hace gala la compañía Ahau es espléndido y generoso, con una actuación que busca el contacto directo con los pequeños espectadores, físico incluso, cuando se acercan a los sentados en la primera fila. La obra, con sus elementos de fantasía y sus atractivos colores, más la música en directo, consiguen atrapar al público, y ofrece a niños y mayores, la posibilidad de dejarse llevar por la imaginación y de entrar en el cuento del Duende y sus aventuras en el bosque mágico, donde va descubriendo las alteridades que son mucho más diferentes -y cercanos- de lo que uno pensaría.
El público aplaudió encantado el entregado trabajo de los artistas de Madeira.
Haithi, del Centre de Titelles de Lleida.
Así se llama el precioso elefante que el Centre de Titelles de Lleida ha creado para desfilar por las calles de las ciudades donde se le invita a ir. Elefante articulado hecho con una estructura de bambú, creación del maestro titiritero y escenógrafo, amén de escritor y autor de numerosas obras para títeres, Joan Andreu Vallvé. Un artista dotado de una inagotable creatividad y que con los años ha desarrollado un estilo propio, que gusta de la madera y de los materiales naturales, como el bambú o el papel, jugando con las texturas y con los colores suaves y apastelados.
Un ejemplo perfecto es Haithi, el paquidermo que se paseó por Ovar para deleite de niños y mayores, al ser un elefante simpático, que se para a saludar a los que encuentra por el camino, y que además gusta refrescar a la concurrencia soltando agua por la trompa, como si fuera el teléfono de una ducha.
Lo he visto varias veces, en públicos diferentes, y siempre impresiona verlo caminar, cómo realmente se asemeja a un elefante, con sus movimientos lentos y majestuosos a pesar de unos trazos estructurales más bien abstractos, que buscan sugerir más que representar con una figuración exacta. Quizás por ello mismo tan cercano a la esencia de sus movimientos naturales.
El animal no habla pero sus portadores, que de algún modo son su ‘voz interior’, sí que emiten sonidos, selváticos, como si el elefante llevara consigo un trozo de selva. Viéndolo desfilar por las calles de Ovar pensé: mientras en la India, de donde procede Haithi (es el nombre del elefante que sale en El Libro de la Selva), los portadores van encima del elefante, a modo de carga humana del mismo, aquí van debajo, no para cargarlo sino para empujarlo y mover sus articulaciones.
La inversión de la relación tradicional de humanos/animales forma parte del discurso dramatúrgico de la propuesta del Centre de Titelles, pues tal es el mensaje que se pretende dar: respeto a nuestro colegas de Clase (todos somos mamíferos).
Haithí nos invita a aproximarnos a estos seres tan alejados de nosotros, provistos de trompa, orejas grandes, enorme peso y volumen, y profunda inteligencia. Tan alejados y a la vez tan cercanos. Dada la tendencia a prohibir los Zoos y el uso de animales en el circo, pronto sólo los podremos contemplar a través de la pantalla. Incluso si se extinguen, como muchos predicen, siempre quedarán los archivos en los ordenadores. Eso deben pensar los fanáticos del progreso tecnológico, que limpian las ciudades de excrementos y el mundo de animales condenados a la extinción. Triste futuro que los titiriteros del Centre de Titelles de Lleida intentan cambiar, proclamando y celebrando con Haithí el respeto y la dignidad de estos maravillosos seres, los elefantes.
Niyar – A Paper Tale, de Maayan Lungman.
Tenía ganas ya de hablar de este montaje, uno de los que despertó más expectación en Ovar, la creación de un mundo de papel a cargo de la titiritera de Israel hoy residente en Berlín Maayan Lungman. Y hay que decir que el espectáculo no defraudó al público, que asistió fascinado a esta celebración poética de la imaginación creadora.
¿Qué ocurre cuando uno se enfrenta al papel en blanco, ansioso de encontrar lo que se busca, sea la expresión de un amor, de una alegría, de un suceso o de una aventura del espíritu que exige ser manifestada? La página en blanco ha sido fuente de inspiración directa de muchos artistas, del gremio de los poetas, en general, sean de la letra o de la música. En su aventura, Lungman parte del mismo papel, toda ella inmersa en una aglomeración de papel en blanco.
De algún modo, hay una inversión interior/exterior, pues lo que vemos es la realidad subjetiva de alguien que se encuentra en esta situación. Es lo que nos permite el teatro visual de objetos, dar voz, aunque sea muda, a lo que normalmente no habla ni nos fijamos en ello. Entramos en los espacios íntimos de la imaginación, donde las aventuras tienen que ver con las sutilezas del espíritu, de las emociones cuando estas aparecen matizadas por la distancia, lejos de sus estridencias animales. En este contexto, el tiempo es otro, marcado quizás por un espacio de inmovilidad o de suspensión.
Juega un papel importante la música, a cargo de Thomas Moked, que da voz a un tiempo suspendido de titilaciones sonoras, rasgado de vez en cuando por lo que parece un lamento de violonchelo, aunque sin que se imponga carga emocional alguna. La música se corresponde a los movimientos sutiles del papel, a los hilos invisibles que tiran hacia un lado o hacia el otro, a extrañas nubes con luz interior que se abren y crean lluvia de papeles recortados.
Hay drama en lo que sucede en este universo de papel, especialmente cuando todo cobra vida y se mueve. Es un drama parecido al atmosférico de los elementos, pero estamos aquí en el clima de lo subjetivo, y los personajes, figuras de papel surgidas del azar o de la manipulación inconsciente, responden a conflictos desconocidos, pues son los que atañen a una psicología que aparece abierta, desvelada aunque sin contenidos explícitos.
Un contraste importante se impone a lo largo de todo este viaje: la oposición entre la piel rosada y la figura hermosa de Maayan Lungman, con el color blanco del mar de papel que la rodea. En esta realidad subjetiva la forma humana y su presencia no se pierde, es central y ejerce de algún modo un rol de divinidad o de sacerdotisa sentada en una especie de trono de papel. A su alrededor, lo inerte cobra vida, como si la belleza de lo humano magnetizara el entorno. Un contraste que nos indica que esta realidad subjetiva es proyección directa de quien la genera.
La poesía visual se conforma mágicamente con el complejo sistema de hilos que mueve la levedad del papel: consigue crear un espacio donde las cosas pueden aparecer en suspensión, subir y bajar, detenerse en el aire, para crear una composición espacial envolvente. De la simple bombilla que ilumina el cuchitril donde la creadora se enfrenta a la página en blanco al principio, se va pasando a una iluminación espacial que define esta interioridad viva que de pronto se hace real y visible, envolvente y aérea.
Creo que este juego de inversiones entre lo interior subjetivo y lo exterior, entre la vida y lo inerte, entre el peso de la gravedad y la levedad del papel que sube y se hace envolvente, es el gran logro de la propuesta de Maayan Lungman, un tremendo ejercicio de poesía visual especialmente indicado para paladares sutiles y con ganas de explorar el matiz de los dramas íntimos del espíritu. Indispensable contrapunto a las formas más rotundas de la figuración titiritera explícita.
El público de Ovar así pareció entenderlo, al premiar a la artista con calurosos y merecidos aplausos.
El Juego del Tiempo, de David Zuazola.
He aquí otro de los montajes de peso del FIMO de este año, el último espectáculo del chileno David Zuazola, una propuesta personal y rompedora de este artista que sorprendió con su primera obra Ala Sucia (ver aquí), donde fue capaz de crear un mundo personal de carácter postapocalíptico, por llamarlo de alguna manera, por la estética, los personajes y los contenidos, pero sobre todo por la narrativa que inauguraba, muy lejos de los estándares habituales.
En El Juego del Tiempo, de la que ya nos ocupamos en su estreno (ver aquí), Zuazola ha seguida trabajando la estética y el lenguaje iniciado con Ala Sucia, pero dándole una vuelta de tuerca importante: decidido a tratar una experiencia personal, hoy en día por desgracia universal, la del bullying, algo que vivió de joven, creyó indispensable hacerlo desde la distancia de otros ojos y otras voces, por lo que urdió un proyecto con participación de siete autores/directores amigos, cada uno de los cuales escribiría una obra de siete minutos de duración y la dirigiría, siete dramaturgos situados en siete países distintos, a cual más alejado: Marek Chodaczyński en Polonia; Manuel Costa Dias en Portugal; quien suscribe estas líneas, Toni Rumbau, en España; Chiafi Hsu, en Taiwán; Anurupa Roy, en la India; Merlin Puppets Theatre, en Grecia; y Liliana Palacio, en Colombia. Cada uno trabajó un personaje, creó su obrita para el conjunto y la dirigió ya con los muñecos de Zuazola, sin saber nada de los demás. Luego, éste se encargó de ensamblar el conjunto.
Una operación ardua y atrevida, que encontró una incondicional colaboración por parte de todos los participantes, y que obligó a su autor global a coser una tal disparidad de ideas y de propuestas.
Pero si algo tiene claro David Zuazola, es el lenguaje que va a utilizar. Creador de un mundo visual propio, inaugurado en Ala Sucia, sería la estética lo que uniría el rosario de personajes y situaciones, más la música y el estilo, que llevan su inconfundible sello personal.
El resultado es una obra reloj, ordenada por el factor 7, el número alquímico de las transformaciones, que marca el tiempo, el ritmo y los contenidos. Siete retazos de vida tratados desde ópticas muy alejadas, que giran alrededor de siete personajes: el Espantapájaros (Chodaczyński), la Muerte (Costa Dias), La Sirena Verdadera (Chiafi Hsu), el Vampiro (Rumbau), el Gusano (Merlin), Alien (Palacio), y el episodio final con el mismo Zuazola (Roy). Monstruos todos ellos, seres marginales que deben esconderse para no recibir los palos de la mayoría.
Un material muy apropiado para el tipo de muñecos y de paisajes que gusta desarrollar el chileno, un mundo en el que nada encaja con la normalidad, de seres vencidos que se resisten a morir, en los que los humanos solemos proyectar nuestras más oscuras realidades.
El siete marca el ritmo de cada episodio, 7 minutos, con el timbre que indica que terminó el tiempo. Un engranaje tirado por las riendas de la música, magnífica banda sonora de la que Zuazola es también responsable, donde se mezclan y combinan temas y sonidos a modo de collage musical.
El Juego del Tiempo es una obra exigente para el intérprete, al ocupar el rol de demiurgo absoluto de la representación, pues todo depende de él: la luz, el sonido, la manipulación. Un reto mayúsculo que Zuazola ha sabido sobrellevar con éxito, deslumbrando al público con el despliegue de todo un mundo propio, fascinante y misterioso. Una obra que está girando por todo el mundo y que ha recibido ya una buena cantidad de premios internacionales.
Romper moldes y seguir trabajando su particular mundo de figuraciones hechas con los despojos de nuestra sociedad, parece ser la tarea que se ha impuesto Zuazola. Un creador importante al que hay que seguir la pista, por sus obras ya realizadas y por las que nos deparará en el futuro. ¡Tiempo al tiempo!
El Caballero sin Caballo, de Pizzicato Teatro.
Sabía de este trabajo del veterano Gerardo Capobianco (ver aquí), titiritero argentino bien conocido en la Península Ibérica, pues residió en España largos años, primero en Sabadell y luego en otros lugares del país, aunque no había visto entero el espectáculo. Ya me gustó cuando lo vi hace un año en el VI Festival Iberoamericano de Teatro para Niños y Niñas del Teatro Arbolé, en Zaragoza, pero esta vez, en Ovar, pudimos darnos cuenta los presentes de la enorme valía de su trabajo, que atrapó a los espectadores que llenaron el Átrio da Escola dos Combatentes de Ovar.
Nos encontramos ante un maestro de la escuela titiritera argentina de la línea Di Mauro-Guaira-Chonchón, por llamarla de alguna manera, tan celebrada aquí, la cual, más que darle a la cachiporra, centra su acción en el juego de palabras, el equívoco, los silencios bien administrados y las situaciones absurdas o surrealistas en las que se hace entrar a los personajes. Un estilo de gran refinamiento propio de una cultura que sabe utilizar la palabra con un dominio del que los españoles estamos muy alejados.
Hay que decir, sin embargo, que Capobianco o Pizzicato ha incorporado en su haber, fruto de los años pasados entre nosotros, algo de la rudeza hispánica, que quizás se ve más en sus salidas del retablo cuando aparece vestido de ‘sota’, como él mismo nos indica, armado de una gaita. Su humor aquí se alza por derroteros más hondos, que a mi me parecieron ibéricos, sin llegar a valle-inclanescos, cuyo tono impregnó por otra parte el conjunto de su interpretación. Es decir, los juegos de palabras, los equívocos y las gracias coloquiales han pasado por el tamiz ibérico o tal vez europeo -me refiero a las tradiciones populares de los títeres italianos o inglesas, siempre más groseras y escatológicas-, otorgándoles una carga de profundidad aún mayor que aumenta los efectos cómicos y burlescos de la obra.
Sutilezas aparte, hay que decir que su trabajo fue magnífico, provisto de un ritmo y un dominio de la manipulación impecables, con un sabio manejo de los silencios y de las repeticiones, más un lenguaje rico e hilarante al servicio de una historia impregnada de humor absurdo.
La respuesta de los espectadores fue unánime, aplaudiendo a rabiar al histriónico titiritero de La Plata.
Puppet Collection Highlight, del Yangshou Puppetry Institute.
Ha sido curiosa y espectacular la presencia china en el Festival de Ovar, primero con la actuación de Chinese Tradition, a cargo del titiritero Cheung Chun Fai, del Sky Bird Puppet Group, de Hong Kong, y más tarde, con el Yangshou Puppetry Institut con un espectáculo de números sueltos titulado Puppet Collection Highlight.
La presencia de esta última compañía fue una demostración del alto nivel técnico de los titiriteros chinos de hoy en día, capaces entre otras cosas de bailar y hacer bailar al muñeco. Lo que indica una férrea disciplina corporal y teatral, pues los estudiantes del Yangshou Puppetry Institut mostraron un perfecto dominio del cuerpo, con una enorme gracia en sus pasos de baile, a veces con música tradicional china, y otras con temas del pop internacional. Pero la manipulación de los muñecos no les iba a la zaga, ya que mostraron una presteza total en la misma, con un perfecto conocimiento de las rutinas tradicionales, sus ritmos, gestualidades, etc.
Actuaron primero con títeres de guante y de varilla, detrás de un retablo, con un espectacular tigre que fue la delicia de los espectadores, grandes y chicos. Su pelea con el guerrero de turno fue espectacular y sin tacha alguna.
Salieron luego del retablo a cuerpo descubierto, en conjuntos de pares o cuartetos de titiriteros bailarines. Hay que decir que fue una delicia gozar de la gracia y de la delicadeza de sus movimientos, a años luz de la rudeza occidental, siempre desbocada y exhibicionista. Mostraron estilo y contención y un dominio perfecto de la sincronización rítmica de cuerpo y títere.
Un arte resultón y espectacular, muy adecuado para ceremonias de protocolo, verdaderas exhibiciones de una cultura teatral inmensa, de la que no sabemos demasiado. De ahí la importancia que festivales como el de Ovar se encarguen de traerlos a nuestros escenarios, afín de poderlos conocer y gozar. El público aplaudió con ganas.