José Sacristán y Ana Marzoa. Foto compañía

Se ha visto en el Teatro Romea de Barcelona la obra La Colección, de Juan Mayorga, con una estelar interpretación a cargo de José Sacristán, Ana Marzoa, Ignacio Jiménez y Zaira Montes. Una obra centrada en la relación de las personas con los objetos, pero que en realidad va mucho más allá, pues en ella la temática que se acaba imponiendo, a través de los alambicados giros y vericuetos del texto, es el Tiempo en mayúscula. Una obra que parece adentrarse en una especie de triller donde lo que no se ve pesa más que lo que se ve.

Zaira Montes. Foto compañía

Sin duda la relación que mantenemos los humanos con los objetos es uno de los misterios más bien guardados de nuestra época, teniendo en cuenta la importancia que estos han adquirido en nuestra vida cotidiana. Los tenemos tan cerca que no somos conscientes de su importancia. El fenómeno de la banalización propio del consumo masivo explica esta ‘invisibilidad’, a pesar de que algunos de ellos pueden tenernos atrapados por el cogote. Solo desde la distancia es posible preguntarse acerca de ellos. ¿Y qué mayor distancia puede haber con relación a los objetos que la pulsión coleccionista?

La distancia permite ver los objetos -y sus imágenes- desde múltiples ángulos, también permite pensarlos e imaginarlos de modo diferente a lo habitual, cargándolos de unos atributos invisibles para los demás pero no para quien lo ha comprado en un Rastro, en un anticuario, o simplemente recogido al azar en la calle. Por eso el que vende en un baratillo sabe distinguir muy bien al cliente que compra por la utilidad práctica del objeto, del que lo hace por lo ‘invisible’ que hay en él: entonces, los precios se disparan.

El coleccionista pertenece a este segundo tipo de compradores: el que se interesa por aquello que él ve pero los demás no. Y es así como cada objeto de este modo singularizado se carga de vida, se rodea de una historia, de una leyenda o incluso se convierte en algo mítico, mágico y misterioso.

José Sacristán y Ana Marzoa. Foto compañía

Los coleccionistas de la obra de Juan Mayorga son de este tipo, de ahí que jamás veamos ninguno de los objetos que hay en el cúmulo de cajas que llena el escenario, pues lo importante de sus contenidos no es lo que son sino lo que sus propietarios han pensado e imaginado que son. De modo que cada caja, más que objetos, encierra una imagen, una presencia o una historia invisibles, lo que en definitiva no es más que Tiempo encapsulado.

La colección se perfila entonces como una telaraña de hilos de tiempo que fija a sus poseedores -los propietarios de la Colección, Héctor y Berna- en una burbuja de la que no pueden salir ni desprenderse de ella. En realidad, sus vidas se han atado a estos lazos de tiempo, como si el ser de ambos se hubiera fragmentado en los mil tiempos fosilizados que son las partes del todo que son ellos. De ahí que jamás pensaron en vender la colección, ni tampoco en fragmentarla, pues sería romper en pedazos sus seres. Lo que buscan es un heredero, lo que les permitiría sobrevivir a la muerte, pues aun falleciendo, dejarían lo que pervive de vivo en ellos a través de la Colección.

De todo esto habla esta obra, escrita con la maestría de un autor que gusta jugar con estas paradojas en las que el Tiempo ejerce un papel tan importante. ¿Acaso el mismo teatro no es tiempo encapsulado en una secuencia de espacio-tiempo? La metáfora del objeto invisibilizado por sus atributos imaginarios para designar el tiempo vivido de las personas, permite eso que siempre es tan difícil en un escenario, sea teatral o vital: percibir al Tiempo. Al ser los objetos ‘tiempo cosificado’, podemos apreciar esa parte invisible que es lo que realmente nos crea, nos hace y nos finiquita. ¿Y qué puede haber de más sano y liberador que percibir el Tiempo para ser conscientes de él? Algo por lo que los filósofos sacrifican gozosos sus vidas, sin llegar jamás a percibirlo a través de los conceptos.

José Sacristán y Ana Marzoa. Foto compañía

La obra de Mayorga, gracias al gran trabajo de sus cuatro intérpretes, hace posible este milagro. A destacar las magníficas interpretaciones del veterano José Sacristán: su edad es perfecta para mostrar esta urgencia por salvar la Colección, para salvarse a sí mismo, en definitiva. Ana Marzoa brilla y borda el personaje de Berna, al que dota de una naturalidad arrolladora en su vital apego a los objetos de la Colección, de los que no puede desprenderse. Ignacio Jiménez, en el papel de Carlos, juega magníficamente con la ambigüedad de ser y no ser lo que aparenta ser, dejando en el aire la incógnita del rol que ejerce en la trama. Mientras que Zaira Montes, la escogida como posible heredera, sabe cómo meternos en una dinámica de intriga y tensión, enfrentada a los mismos interrogantes que nosotros, los espectadores, nos planteamos.

Una obra que llenó el Romea hasta la bandera, y que encandiló al público, consciente de que había presenciado un teatro de una riqueza excepcional, del que se hace ver y escuchar hasta la última palabra, y del que se desprenden vivencias de esas de las que es mejor no hablar.