Un objeto de uso cotidiano, construido para ser de utilidad en nuestra vida diaria, para servirnos de algo, posee sin embargo una presencia autónoma de su función. Despegar ese objeto definitivamente de su dimensión utilitaria es un ejercicio poético, una transgresión. El objeto deviene una figura en sí y se acerca a la vida; se manifiestan sus rasgos personales, su historia, su carácter sumiso, su rigidez y su capacidad de manipulación. Shaday Larios, con este artículo, nos habla de este proceso y de la potencia de los muebles como sujetos escénicos.
La soledad de los muebles
En la soledad de cada mueble se presiente un paisaje. Aislar la figura mobiliaria, abandonarla en un espacio deshabitado de sujetos y contemplarla entonces como un escenario, reconstruirla a través de una mirada que rodea sus ausencias: desde su soledad como objeto, su cualidad ergonómica servil y sus principios de estabilidad se desdibujan en una metafísica. “Liberar la figura, atenerse al hecho”, ensaya Deleuze en Lógica de la sensación. ¿De qué se encuentra lleno el resto del espacio que no es el mueble solitario, cuál es su hecho?
Tomasso Marinetti dejó solas ocho sillas, un sillón y una mesa en una dramaturgia de teatro sintético futurista. En Vengono (1915) el mayordomo y los criados observan el drama silente de los muebles que dejan alargar su sombra por la luz de una lámpara invisible y las infiltraciones de la luna. “Los criados, acurrucados en un ángulo, esperan temblorosos, con evidente angustia, que las sillas se vayan de la sala.” En este primo dramma di oggetti los muebles son “máquinas célibes” —en palabras de L. Francalanci— receptáculo de todas las fuerzas imaginarias, que en su soledad resguarda una gran promesa semántica. El sujeto es un espectro sugerido por esta orfandad del mobiliario, su cuerpo está ahí, es el aura de esas formas. Exento de la moralidad de su colocación, el mueble se trastoca en una nave en donde se archivan acontecimientos que lo devienen memorial, cómplice, prolongación material de algún estado del sujeto, disuelto en la ergonomía de esa otra presencia. Sin el sujeto o con el sujeto minimizado, el resto del espacio desértico que circunscribe al signo se encuentra lleno de los capítulos de la insinuación que le deja el haber sido un animal esclavizado al medio habitable. Su metafísica habla por su deserción. Lo que queda es el despojo, la traza, el álbum, el almacén de sus instantes difuminados como sensación del acto. Su dramaturgia comienza en la renuncia, en las posibilidades de cada gránulo que lo acoge y re-focaliza su historia en ese nuevo desierto. Ése es su hecho.
El pintor metafísico de enigmas Giorgio De Chirico desarrolló una serie de pinturas titulada “Muebles en un Valle” en 1927. Para el pintor, los muebles son indicios testimoniales de los destinos humanos. Y este aspecto se potencia al extrañarlos, al des-enmarcarlos del encierro. “Se ha visto a veces bajo qué aspecto singular se nos aparecen camas, armarios de luna, sillones, sofás, mesas, cuando los vemos de repente en medio de la calle, en un decorado en el que no estamos acostumbrados a verlos […] Los muebles se nos presentan entonces bajo una nueva luz; están revestidos de una extraña soledad; una gran intimidad nace entre ellos, y se podría decir que una dicha extraña flota en ese espacio estrecho que ocupan en la acera en medio de la vida ardiente de la ciudad, del ir y venir apresurado de los hombres.” (p. 105) La presencia estática de los muebles evacuados en medio del dinamismo de las avenidas, es un punto terrestre semejante a una isla, o un templo, un recinto sagrado separado del mundo, del tiempo, una partícula explosiva de las necesidades interiores de la persona, que propaga al ser liberada, las borraduras de las coordenadas. Los muebles se asimilan al paisaje por discordia, relatan el drama de su cuerpo inicialmente manufacturado para la interioridad, enfrentado a la vastedad de esa apertura. Continúa el pintor: “Imaginemos un sillón, un diván, unas sillas amontonadas en un llano de Grecia, despoblado y cubierto de ruinas […] Unos muebles abandonados en medio de la naturaleza abierta, son la inocencia, la ternura, la dulzura en medio de fuerzas ciegas y destructoras; son los niños, las vírgenes puras en el circo en medio de los famélicos leones; con la coraza de su inocencia, están allí, lejanos y solitarios.” En la poética de los muebles-paisaje la melancolía humana lee la tensión de esa forma que aunque carente de vida ES adentro de la autonomía de su sentido; propone con la fuerza de ese desplazamiento en la naturaleza abierta, las conjeturas de un tiempo geológico rasguñado apenas por la intromisión de esa ínfima manufactura. Manufactura transformada en presencia muda capaz de narrar desde la inutilidad de su complexión, la “sucesión inmóvil” de la imagen por sí misma afuera de la Historia. Si el hábito es el principio de producción del tiempo, contravenir el hábito operativo del mueble lo hace resurgir extemporáneamente, pre-históricamente, suspendiéndolo en la sensación de verlo como si fuera el primer ejemplar de su especie en la faz de la tierra, en medio de esa serenidad habitad.
El sujeto-enser
“Liberar la figura, atenerse al hecho” ¿Qué sucede con el sujeto que libera la figura del mueble, cuál es el hecho, el acontecimiento entre el ser y el enser que dialogan en ese acto de reivindicación de las funciones? Cuando el mueble ya no está solo sino en convivencia con un sujeto que comprende la poética singular del enser (su vivencia como lugar liberado del sentido del habitus) se abre la posibilidad de una lógica de las trasfusiones materiales. El sujeto se proyecta en el enser horizontalmente y asiste a la comprensión de ese intercambio matérico. El precursor narrativo de esta mirada que más tarde adoptaría el teatro de Tadeusz Kantor es el escritor polaco Bruno Schulz. En Las Tiendas de color Canela el padre ficcionalizado de Schulz ha sido tragado por una casa en la que se transmuta, hace ósmosis, alquimia de sus células humanas en la de otros fenómenos de la materia, durante lapsos de degradación de la realidad. La degradación aparece como un intervalo en el que se retejen las pieles, las formaciones de los fenómenos elegidos del mundo para consolidar un poema de nuevos tejidos. El padre surte una metamorfosis en las materias del enser y desaparece tras los armarios: los trata, los mira como sujetos y localiza en la materia de la que están hechos los muebles, elementos, cualidades de los organismos vivos. Sus teorías del arte del demiurgo se esbozan en El tratado de los maniquíes: “Le fascinaban las formas limítrofes, dudosas y problemáticas. Quien sabe, decía, cuántas personificaciones de la vida, doloridas, mutiladas, fragmentarias, existen, como las vidas de los armarios y de las mesas artificialmente armadas de tablas de maderas crucificadas, mártires silenciosos de la cruel invención humana. Terribles trasplantes de razas de maderas ajenas, hostiles al encadenamiento en una sola personalidad desgraciada. ¡Cuánto sufrimiento antiguo y sabio hay en las capas, venas y caracteres de nuestros viejos y confiados armarios! ¡Quién descubrirá en ellos los primitivos rasgos, las sonrisas, las miradas claras, pulidas hasta no ser reconocidas! Al pronunciarlo, el rostro de mi padre se dispersó en una línea pensativa de arrugas, se hizo semejante a los nudos y a las líneas de una vieja tabla de madera de la cual se habían limado todos los recuerdos.” En la movilización introspectiva del ser hacia la consistencia matérica del enser, el ser se mimetiza, adopta sus rasgos y ve en el mueble una trascendencia, un concepto, un destino. El ser se deja animar por el enser y se siente superado por él, reconociendo los periplos por los que ha pasado su materia prima para llegar a ser lo que es. Esto no es un armario, es una sapiencia. Esto no es una silla, es una persona. (En 1950 Alberto Savinio, hermano del pintor de “Muebles en el Valle”, transformaría a sus padres en dos sillas en el lienzo Monumento marino ai miei genitori.) Esto no es una banca, es una máquina de la memoria.
Los muebles-trampa de Kantor
Para Kantor, algunos muebles son una trampa. Por ejemplo, “la Silla de Oslo, se vaciaba de sentido, quedaba desprovista de expresión, de correlaciones, referencias, síntomas de comunicación, de su mensaje, en fin. Se volvía hacia la nada y se mudaba en trampa.” Kantor promulgaba hacer del mueble un asalto, una incomodidad, un páramo o una táctica para dañar la percepción. La trampa provee al inmueble entonces de una arquitectura maquínica interior que le permite desbordar los límites de su fisionomía. Así el mueble se restituye como provocador de la expansión, multiplica las demarcaciones de su propio territorio desde la unicidad: el mueble es una fosa mental, un laberinto, un campo de guerra, una prótesis del individuo, una casa de la infancia, una galería de los recuerdos. El mueble ha escapado de sí mismo sin salir de sí y nos ha hecho escapar a todos sus escondites junto con él a través de las operaciones del sujeto que conduce su trampa. Los muebles-trampa se mecanizan a partir de la visibilidad y también desde lo imperceptible. Kantor advierte en La Clase muerta sobre la objetización de todas las funciones mentales y biológicas de su teatro. “Con este fin, se utilizan diversas clases de máquinas, generalmente más bien infantiles y primitivas con escaso valor técnico pero con enormes poderes imaginarios.” El movimiento pendulante de la cuna mecánica de La Clase Muerta se corresponde a su vez con el sonido rítmico y continuo de los disparos, porque adentro de ella hay dos bolas de madera. La cuna escapa de sí y sin salir de sí nos lleva a una zona en actividad bélica. “Muerte y nacimiento, dos sistemas complementarios.” Un mueble del nacimiento cuya trampa es ser a la par un pequeño ataúd. Las bancas de la clase son ante todo un dispositivo del tiempo, pues un pupitre (en este caso banca para más de un estudiante) es un mueble en el que se almacena por habitus el sonido del conocimiento y de la duda. Los muebles del salón de clases son una extensión del funcionamiento mental de quien los utiliza. La madera absorbe, registra, tiene memoria. El mueble despierta, se activa al contacto con el sujeto, quien lo ha dejado de habitar como una banca, para ver en él un aparato mnemotécnico. El mueble tiende una trampa imperceptible. En cambio, “La máquina aniquiladora” (1963) utilizada en El loco y la Monja es una masa informe de sillas plegables unidas con alambre y cordel, motorizadas por espasmos, desde el interior de su apilamiento. Aquí de manera visible el mueble se bestializa por acumulación para desafiar al sujeto. “Esos movimientos se cargan de rasgos psicológicos” y se apoderan del espacio. Las sillas entablan una batalla maquínica con los sujetos, reducidos espacialmente, por la fuerza de la unión entre los muebles raídos. El mueble multiplicado se afianza en colectivo para escapar de sí mismo sin huir de sí, llevándose al espacio de su monstruosidad la conducta del individuo, cada vez más aminorado y amenazado, más descompuesto en el anonimato, frente a la masa mobiliaria.
Breviarios del mueble-cerebro/ el mueble-ánima (Brecht, Bergson, Kahlo)
1. Si uno visita la casa de Brecht en Berlín, quizás le sorprenderán las varias mesas que coexisten en su estudio. “Brecht pasaba de una mesa a otra para sobrellevar varios proyectos a la vez”, me dice el guía. Sus vecinos eran los muertos; Brecht vinculaba singularidades y las desarticulaba del otro lado de un cementerio y entonces acontecía el sonido del relámpago, la lluvia de Berlín se acompasaba con la luz desconocida en el estruendoso acto de tejer. Esto es, separar a través de muebles equidistantes en un cuarto que los encierra, la diversidad, o la metáfora del método que replica hacia los estamentos bien portados de Cronos. Veo a Brecht transitar entre invenciones, una mesa para la poesía, otra mesa para filosofar, otra mesa para aguzar el ojo de pájaro hacia el espacio, otra mesa para escuchar a los muertos (“bla, bla, bla, detrás las ruinas de Europa”). Un desafío a la historiografía del instante que sin embargo acontece. Brecht se descoloca la boina con la mirada abandonada al infinito en su traspatio de espectros. Su cerebro es un mobiliario seriado de planicies o las mesas una prótesis de su cerebro en el espacio, una mesa de disecciones que le dejan aposentar y observar el propio funcionamiento de sus ideas.
2. Gastón Bachelard remite a la metáfora que Henri Bergson solía utilizar de manera reiterativa en sus escritos al hablar de la forma de la inteligencia: la cajonera, un mueble mental. “Cada concepto tiene su cajón en el mueble de las categorías.” El cerebro es un mueble taxonómico, una estructura de ordenación. Pero las identidades son reversibles: no es la inteligencia un mueble con cajones, sino que más bien, el mueble es una inteligencia, un ethos, una civilización. Hay que transgredir su rigidez para volverlo genealogía.
3. Cuando Frida Kahlo tuvo que pasar una prolongada convalecencia y confinarse al lecho después de su conocido accidente, su madre le colocó un espejo en el techo de la cama para que se hiciera compañía con su imagen. El mueble fungió como transbordador de dimensiones, como confirmación del doble, prolongación absoluta del ser. Por la superficie especular colocada en el techo de su bed-box Frida se posesionó de sí misma y el mueble se convirtió en vivarium del ánima, testigo de los procesos de una maduración del alma transfigurada en autorretrato. Frida se hizo lecho, gemela de su cama-nave, cuerpo a cuerpo replegadas, construyeron una progenie de imágenes en la simbiosis mobiliaria.
El mueble como relicario escénico
Además de soledad, paisaje, ser-enser, máquina célibe, inteligencia y trampa, el mueble es un una bodega de secretos. Dice Bachelard “El armario y sus estantes, el escritorio y sus cajones, el cofre y su doble fondo, son verdaderos órganos de la vida psicológica secreta. Sin estos objetos, y algunos otros así valuados, nuestra vida íntima no tendría modelo de intimidad.” El mueble encierra, resguarda, oculta, es una caja-fuerte o una caja-débil de las pertenencias y las impertinencias. El mueble utilizado como relicario-escénico deconstruye el abismo de sus misterios y lo dispersa en escenarios minúsculos. Cada una de sus partes es una geografía, cada compartimento un actema. La anatomía del mueble posee una dramaturgia de per se, una propuesta de ordenación capaz de defigurarse y traicionar su geometría. Animar un mueble, escribirle una partitura y perforar su existencia para hacerle pasar un planisferio en sus regiones invisibles. Adentro de un teatro que investigue en la democracia de la poética de los muebles, nadie querrá quitarles la palabra, nadie querrá utilizarlos, sino potenciar en movimientos desconocidos los secretos que se refugian en la metafísica de su sumisión: un día, desde el fondo del espejo —como escribiera Borges— veremos cómo lentamente emergerán hasta llegar de este lado, los animales serviles que ahí viven para armarnos una revolución. El mueble como relicario escénico se encargará de transparentar esa protesta.
¡Bravo Shaday! ¡Hermoso y útil artículo! ¡Da gusto leerte!
Infinitas las posibilidades de la transformación. La poesía en el universo que traspasa lo material.
Gracias por este ensayo