El hecho de que Barcelona sea conocida también como Gaudilandia, no nos debe impedir, y mucho menos a sus habitantes, que de vez en cuando podamos disfrutar de algunas de sus maravillas más escondidas. Una paradoja, ya que me estoy refiriendo a la Sagrada Familia, icono mundial de nuestra ciudad y, por lo tanto, la menos escondida de todas. Pero precisamente por ser uno de los edificios más vistos y fotografiados de Barcelona y quizás del mundo, hace que los barceloneses la miremos con manifiesta indiferencia, con esa actitud tan típica de superioridad con la que los habitantes de las ciudades turísticas miran todo lo que tiene que ver con la industria del turismo.
Por eso es muy de agradecer que de vez en cuando, conducidos por algún acontecimiento singular, podamos meternos en la piel del turista y tengamos la oportunidad de mirar lo que ven los millones de ojos foráneos con una mirada propia. Mirada que de pronto se deja maravillar por lo que contempla, sin pudor ni prejuicio alguno.
Fachada del Nacimiento.
Ya cuando se inauguró la nave interior de la Sagrada Familia en el año 2010, los barceloneses que la pudieron ver sintieron el estremecimiento que sienten a diario los miles de personas que la visitan. Recuerdo que la ceremonia de apertura de la puerta del templo, hecha con gran rigor litúrgico por el Papa Benedicto XVI, constituyó uno de los actos más notorios y televisados a nivel mundial de aquel 7 de noviembre de 2010, debido sobre todo al asombro causado por el increíble interior proyectado por Gaudí. Los privilegiados que asistieron a aquella ceremonia tan magnificada por la Iglesia manifestaron el profundo impacto de aquellas columnas que subían como si fueran los troncos de piedra de una jungla, troncos que arriba se juntaban en lo que tanto podían ser unas copas de palmera entrelazadas con exuberancia vegetal como las vértebras óseas que dejan entrever la médula de una columna vertebral de la divinidad…
Desde entonces, los barceloneses sensibles al mundo de las formas miran la Catedral de Gaudí con otros ojos. Muchos han acudido ya sea en días de puertas abiertas o haciendo cola con los turistas. La cuestión, sin embargo, es que para muchos se ha convertido en una evidencia que aquel proyecto loco de catedral del siglo XXI que Gaudí empezó a imaginar a finales del siglo XIX, empezaba a verse como una especie de órgano arquitectónico que se tenía que hacer sonar, no sólo con los ojos, sino también de vez en cuando con alguna ceremonia o evento que pusiera en marcha y permitiera desplegar las múltiples dimensiones que se esconden en él.
Para nosotros, titiriteros, era como ver un teatro con todos sus decorados a punto y las marionetas bien colgadas en los lados del escenario, que nunca se acaba de poner en marcha, al faltar los manipuladores con alguna historia o guión para representar. Un teatro-órgano que en este caso lo es de las formas, del espacio y de la luz.
Pues bien, el otro día, concretamente el martes 15 de abril de 2014, el órgano de Gaudí sonó. Y lo hizo en ocasión de un singular concierto de La Pasión Según San Mateo, no la de Bach, sino la escrita por el Metropolitano Hilarion de Volokolamsk, teólogo, historiador y compositor, que ocupa el cargo de Jefe del Departamento de Relaciones Exteriores del Patriarcado de Moscú de la Iglesia ortodoxa rusa. La pieza, un gran oratorio para solistas, coro y orquesta, inspirada en la obra homónima del genial Bach, pretende juntar la música propia del metropolitano Hilarion con la música homofónica característica del culto ortodoxo. El concierto, que contó con la actuación en las partes narradas del gran actor Lluís Soler, estuvo a cargo de la Orquesta Nacional Rusa, del Coro Sinodal de Moscú (¡fundado en 1721!), bajo la batuta del director búlgaro nacido en Sofía Mischa Damev.
La mezzosoprano Vesselina Kasarova, el director Mischa Damez y el actor Lluís Soler.
Lo más curioso del concierto, como por otra parte no podía dejar de ser, es que constituyó una operación de hermanamiento entre la iglesia ortodoxa rusa y la iglesia de Barcelona, lo que explica la presencia del Cardenal y Obispo de la ciudad, Lluís Martínez i Sistach, el cual tomó la palabra al comienzo del acto para dar la bienvenida a su colega, el Metropolitano Hilarion, haciendo referencia a la amistad entre las dos comunidades así como a la delicada situación de Ucrania, mostrando el deseo compartido por todos de que el problema político se resuelva por las vías de la negociación y del diálogo, y no por las de la violencia.
El Obipso Sistach saluda al director de orquesta y al compositor, el metropolitano Hilarion.
Que sea la Iglesia de Barcelona la que ponga los puntos sobre las íes en este conflicto, en un acto de una tal trascendencia y en un espacio como la Sagrada Familia, fue toda una sorpresa y un indicio de hasta qué punto los políticos hoy han perdido cualquier capacidad de voz propia. La cuestión es que entre el público había buena parte de la comunidad rusa de la ciudad, que con su sola presencia cargó el acto de una gran intensidad mundana y emocional. El drama de Ucrania, que la prensa occidental está tratando con una simplicidad de puntos de mira increíble, estuvo presente en el templo de la Sagrada Familia, como un rumor de fondo que las estructuras óseas del esqueleto interior de la nave hacían resonar en las notas más graves.
El concierto, muy bien interpretado por la orquesta, el coro y los solistas -y que los barceloneses pudimos además seguir a la perfección gracias a las nítidas palabras dichas en catalán por el actor Lluís Soler, magníficamente integradas en la partitura y la sonoridad musical-, más la iluminación de gala del interior de la gran nave central del templo, se convirtió en una ocasión maravillosa para escuchar y ver sonar este órgano hecho de piedra y de luz que es la Sagrada Familia.
En efecto, la explosión formal que la tremenda imaginación de Gaudí consigue al levantar sus columnas inclinadas y sus arcos parabólicos o catenarias, fue un constante estallido que la tensión de la música, de las voces que hablaban en catalán y cantaban en ruso, y del encuentro entre dos culturas tan lejanas y por eso mismo, tan cercanas, no hizo más que aumentar. Un órgano emocional de piedra y de luz, de resonancias poderosas, de reverberaciones que se enroscaban por las columnas y se condensaban en los curiosos medallones, en los capiteles en forma de nudo o en las mil y una formas que te sorprenden en cualquier lugar que pongas la mirada. La vida y la muerte están perfectamente representados en este interior pagano de la iglesia de Gaudí: la vida de la vegetación que sube hacia las alturas, y las vértebras óseas arriba de un cadáver que te envuelve.
Una dualidad que las dos fachadas de la iglesia explicitan a la perfección: la de la Pasión y la del Nacimiento. Las dos pulsiones de la vida centran la temática del templo y lo convierten en esta gran catedral de una religión que parece querer partir de la aceptación de la muerte para celebrar la poderosa energía creadora de la especie humana. Y es que nos resulta difícil negar esta evidencia de que todo el templo en sí de la Sagrada Familia es un canto a la pulsión creadora, que un humano pobre e insignificante, como Gaudí, elevó a la quintaesencia de la creatividad y de la imaginación enloquecida y desatada.
Y aquí es donde parece cumplirse esta afirmación de Francesc Pujols (ver referencia en Wikipedia aquí) cuando dice, en su libro «La Vida Artística y Religiosa de Antoni Gaudí» (uno de los tratados más lúcidos sobre el arquitecto catalán), de que el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia es la última gran catedral Viva de la Cristiandad, pensada para exaltar las grandes olas de creatividad que su fin debería comportar. Sobre las dos fachadas de la Vida y de la Muerte, en las que falta todavía la de la Gloria, que se alzará en dirección a la calle Mallorca mirando al mar, y bien sostenido por un techo que junta la exuberancia de la vegetación con la los huesos del esqueleto, Gaudí imaginó todavía una torre más alta que se levantará en el centro dedicada a Jesús, con la cruz gaudiniana tridimensional en su parte superior. Pujols daba fecha de caducidad a la Iglesia Católica: el año de la finalización de la Sagrada Familia. Una manera de indicar que la exaltación de lo que se acaba lo es también de lo que le sucede: el triunfo de la imaginación y de la voluntad creadora.
Oír el órgano arquitectónico, sonoro y visual de la Sagrada Familia, es como oír la música compleja del pasado juntarse con la que nos llega del futuro. El concierto de los rusos del día 15 de abril fue en este sentido premonitorio: el futuro de Europa -y del mundo- pasa hoy por esta gran cultura de la Europa Oriental, que la de Occidente aún no ha sabido aceptar y hacerse suya. Que Barcelona nos lo recuerde, a nosotros y al mundo, nos sitúa política y geográficamente en un espacio de gran responsabilidad.