Cuando acaba un año, la tradición impone dos movimientos: hacer balance de lo que pasó, y poner el foco en lo que está por llegar. Pasado y futuro llaman nuestra atención, o lo que es lo mismo, el tiempo exige que le rindamos pleitesía, deteniéndonos en sus dos movimientos favoritos. Exigencia traicionera, sin duda, teniendo en cuenta su velocidad actual de crucero: mientras nos entretenemos en lo que fue, valorando los pros y los contras de nuestras acciones pasadas, él nos embiste de improviso, sin darnos tiempo a verlo llegar de frente. El futuro se nos echa encima cuando miramos hacia atrás, entretenidos en valoraciones que no sirven para nada, quizás quejándonos de lo que pasó, como si el destino de lo que ya está sentenciado fuera una de esas administraciones mundanas del tiempo, con sus funcionarios de caras aburridas, a los que podemos reclamar compensaciones por los malos tratos recibidos. Y mientras llenamos los formularios de espaldas al futuro, éste nos embiste cual toro de lidia de los que cornean sin previo aviso.
Ojo de los Hermanos Quay. Exposición Metamorfosis, CCCB, 2014.
Claro que si sólo miramos hacia adelante y nos olvidamos de lo que fue, seguiremos tropezando siempre con la misma piedra, cumpliendo con esa maldición que nos persigue como especie.
¿Qué hacer pues? Los títeres, ciencia que apuesta por las dualidades de este mundo, nos dicen que vale la pena intentar la mirada doble: un ojo al pasado, otro al futuro. Una actitud de inteligencia cognitiva que ayuda a dilatar nuestro tiempo de observación. Al anclarse un ojo en el pasado mientras se dispara el otro hacia el futuro, nuestro ser se dilata en el espacio creando un círculo que tiene como centro el punto medio de la mirada.
Cuando eso ocurre, las tradiciones se convierten en espejos que nos remiten a los tiempos del futuro, y viceversa, las modernidades de última hora nos reflejan los arcaísmos de lo que fuimos y de los que procedemos. De ahí que los programadores inteligentes opten por mostrar siempre las dos caras del tiempo del que estamos compuestos: antiguas tradiciones aún vivas cargadas de sus maravillosos arcaísmos, y formas nuevas de ruptura que tensan el viejo género de las marionetas hacia sus límites más periféricos.
Reloj astronómico del Ayuntamiento de Praga.
Se trata de una exigencia que el tiempo extiende hoy a todas las artes, con el añadido que Einstein nos impuso con su teoría: los tiempos son privados y relativos a cada uno, es decir, lo que sirve a uno no tiene porqué servir a otro. Dicho de otra manera, los caminos de la creación son personales e intransferibles. Y que cada uno se las apañe como pueda.
Ante semejante acumulo de las distancias y de las diferencias, el arte se nos aparece como un uso del tiempo indispensable para crear aquellas formas de permitan encontrar lugares comunes para la comunicación, el contacto y lo colectivo. Como decíamos en el anterior artículo dedicado a la Navidad, los títeres se dedican a eso: proponer figuras, formas, objetos y artefactos capaces de unir la diferencia, de juntar la distancia.
Tiempos. Relojes de la Casa-Museu Medeiros e Almeida, Lisboa.
Al encontrarse uno de los extremos del tiempo creativo en las oscuridades de lo que está por venir, se entiende que el ejercicio compositivo tenga las dificultades de actuar sobre un vacío, pues en una de sus patas ‘no hay nada’. De ahí que el cero, la oscuridad, la nada, lo inconcreto y lo abismal, sean hoy parte de nuestro mundo. Algunos dicen que los malos artistas llenan este vacío con ruido, captan la polución que reina en los entornos y lo usan como punto de partida y de llegada. Según estos críticos, buena parte del arte contemporáneo estaría hecho de este tipo de ruido y de basura. Sin embargo, cuando no hay donde apoyarse, es difícil por no decir imposible determinar donde se encuentra el buen arte. En todo caso, allá cada uno con su sensibilidad, su honradez y sus exigencias cognitivas.
Cabeza de un dios desconocido. Figura de Eva Svankmajer. Exposición Metamorfosis, CCCB, 2014
Importa por ello ver el arte y la vida como tiempo que se encarna, que toma forma, se curva y se configura. Al tener el tiempo el borde oscuro del futuro al que se dirige o que simplemente no vemos, una oscuridad que es como una interrogación constante, se comprende que sus creaciones tengan siempre un lado oscuro y misterioso. Sobre esta interrogación y este vacío, base de nuestro desasosiego, se apoya nuestra libertad.
Cabeza vacía. Gabinete de Curiosidades de Jan Švankmajer. Exposición Metamorfosis, CCCB, 2014.
Los títeres participan de lleno de todas estas paradojas relativas al tiempo y a las formas. Su condición de figuras u objetos intermediarios les da esta tremenda potencialidad de juntar lo diferente y lo distante, de combinar lo visible con lo oscuro, lo claro con lo misterioso, la vida con la muerte. Los extremos más radicales de nuestro mundo se encuentran reflejados en los espacios de la marioneta.
Elektra, La Fura dels Baus. Foto de Mats Backer.
Por eso el futuro, que el tiempo nos propone como esa zona oscura llena de incógnitas, de vacíos y de posibilidades, es tan amigo de los títeres: lejos de los robots que buscan independizarse de los espíritus humanos para someterlos, los títeres permiten a los humanos avanzar con el pie cojo de las identidades múltiples, la mirada doble de los espejos interiores, y con la fuerza de las paradojas encarnadas: lleno y vacío, realidad y mito, vivo y muerto, pasado y futuro.
¡Feliz 2017!