La Fascinación de los objetos
Mirar el mundo a través de los objetos se está convirtiendo en una práctica cada vez más extendida. La fascinación que sentimos hacia la relevancia, la presencia y la caducidad de las cosas que nos rodean es el reflejo de la interrogación que nos hacemos sobre nuestras propias vidas, que la actual sociedad de masas y de consumo ha convertido casi en piezas de »usar y tirar ‘, como si fuéramos nosotros también unos objetos más puestos en las estanterías del mercado.
Por otra parte, la desacralización del mundo nos obliga a poner nuevas atenciones mistificadoras sobre la realidad que nos rodea, a través de los mecanismos psicológicos de transferencia y proyección, que cargan los elementos de la realidad de nuevas significaciones subjetivas que vienen a sustituir las anteriores de las épocas religiosas.
Es en este sentido que podemos hablar de encanto y desencanto de los objetos, según el contexto y la calidad de la atención que pongamos en ellos. Y es muy significativo que en la lengua catalana, uno de los lugares claves donde los objetos en desuso son exhibidos para su reciclaje en futuros destinos, reciba el nombre de Los Encantes.
Los Encantes
En efecto, los Encantes son un lugar clave para entender esta constante transformación del hechizo al desencanto, y viceversa, de los objetos, de los que se puede decir que viven verdaderos procesos de muerte y resurrección.
Cuando un objeto llega a la parada de los Encantes, debemos considerar que en su traslado de la casa donde ‘habitaba’ al puesto de venta en el mercado de pulgas, se descarga de las subjetividades acumuladas en su vida de uso con sus ‘antiguos dueños’ para adquirir lo que podríamos denominar un estado de subjetividad cero. Es decir, los objetos, llegan a los Encantes desencantados. Esto no siempre es así, ciertamente, ya que los vendedores, en su valoración del objeto al ponerse en venta, en seguida lo cargan de un nuevo valor añadido, fruto evidente del interés crematístico, que es lo que justifica el precio que se le pone. Este valor condiciona a su vez la posición del objeto en el puesto de venta, ya sea colocándolo en un lugar destacado, visible y prominente, ya sea dejado de la mano de dios en el desbarajuste del revoltijo de utensilios que suelen acumularse en las paradas de objetos residuales.
Tiene gracia que en los Encantes se vendan objetos desencantados. El encargado de re-encantarlos es, por supuesto, no el vendedor (que le pone un falso encanto, más una impostación de hechizo con fines de reclamo que un encanto real) sino el comprador, quien por regla general suele enamorarse o, cuando menos, siente la sutil llamada de una emoción concreta o inconcreta que le impulsa a hacerse con el objeto.
Claro que esto no siempre es así, y a veces hay vendedores -he visto muchos en todos los mercados de pulgas visitados- que son unos verdaderos artistas, capaces de crear composiciones con los objetos de una increíble belleza y de unas significaciones indirectos de impacto, jugando con la variedad y poniendo el lucro en un buen lugar pero no en el principal.
Pero volvamos al comprador, y veamos como el objeto adquirido se vuelve a cargar de significaciones extras, las que le pone el nuevo usuario. Si se trata de un utensilio funcional, su valor será el correspondiente a la utilidad de su uso, aunque puede llegar a subir muchos enteros en la escala del hechizo, ya que muchas personas sienten una especial atracción por los objetos de uso práctico. Si es un objeto de tipo decorativo, artístico o ‘peculiar’, su hechizo será proporcional a los grados de proyección de su propietario. Unas veces irá a parar el estante de una vitrina, donde residirá eternamente perdido entre otros trastos con más o menos brillo. Estos objetos abandonados pero con cierto status de valor son los que han recibido la atención de muchos artistas que se los imaginan con vida de noche, cuando los propietarios duermen, como es el caso del ‘Soldadito de Plomo’ del cuento de Andersen, o ‘La Boîte à Joujou’, de Debussy, o la magnífica opereta de Ravel ‘El Niño y los Sortilegios’, en el que el niño, al quedarse solo, es interpelado por los objetos.
Otras veces, sin embargo, los objetos ‘re-encantados’ por el comprador reciben una atención singular, casi se podría decir ‘privilegiada’, de unos altísimos valores añadidos. Son los casos de los artistas que deciden convertirlos en piezas de arte o en elementos de una composición artística más compleja, por lo que estos objetos pueden llegar a convertirse en piezas claves de apertura al conocimiento o en los protagonistas de un disfrute estético de pequeño o alto voltaje. La imputación económica aquí se puede disparar, según el valor del artista en el mercado.
Un capítulo aparte lo constituyen los artistas que centran toda su obra en la investigación en torno del objeto, un tema en auge hoy en día. En el campo del pensamiento y de la escena, deberíamos citar aquí a la mexicana Shaday Larios, ensayista, actriz y titiritera de los objetos, autora de una obra de gran relevancia en esta materia, bien conocida por los lectores de Titeresante (ver aquí).
Otro caso especial es el de los coleccionistas, una especie singular de compradores, compulsivos la mayoría de las veces, verdaderos especialistas en esta oscilación entre el encanto y el desencanto que afecta la vida de los objetos.
La exposición ‘Domingo’, de Oriol Vilanova
Es una obligación, para los que gustan de este asunto de descontextualizar los objetos para buscarles las cosquillas, visitar la exposición que se puede ver estos días en la Fundación Tàpies de Barcelona hasta el 28 de mayo de 2017, del artista y coleccionista Oriol Vilanova, quien ha conseguido juntar estas dos facetas de su persona de una manera magistral.
La exposición muestra todos los muros de las salas de la Fundación Tàpies recubiertos de 27.000 postales (de un conjunto de 34.000, que constituye el grueso total de la colección del autor), organizadas en un centenar de categorías tanto temáticas -arcos de triunfos, palomas, gatitos, zoológicos, puestas de sol …- como formales -por ejemplo, postales que tienen el fondo azul, etc-. El título, Domingo, hace alusión a todos los domingos que el artista se ha pasado recorriendo los mercados de pulgas de Bruselas, París, Barcelona …
Ha dicho el autor a la prensa:
«El espacio de la exposición está muy pensado. El hecho de que una categoría esté junto a otra provoca una relación diferente de la que surgiría si hubiera una tercera categoría».
«Sí que me relacionaría con teóricos y artistas como Aby Warburg y Gerhard Richter, pero también con los coleccionistas del mercado de San Antonio de Barcelona o de otros ámbitos del coleccionismo. Lo que me interesa es el poder metafórico de la colección y la psicología del coleccionista «.
«No compro lotes de postales, siempre me tomo mi tiempo para elegirlas y el regateo es muy importante. A pesar de que una imagen me guste, puedo no quedármela si no me gusta cómo se desarrolla la negociación «
«Con el acto de recubrir las paredes de las salas de postales, no he querido crear una imagen espectacular. Me interesa más la masa y la capacidad que tiene de escaparse de los clichés. La visión del conjunto es muy diferente que cuando se relaciona una imagen con otra».
La exposición choca por la nueva mirada que nos ofrece de un mundo, el de las tarjetas postal, generalmente menospreciado en el día a día de las ciudades y de los viajes, el cual, sin embargo, sacado de su contexto y puesto en la nueva dimensión visual que nos ofrece el artista, adquiere un significado nuevo, no únicamente de orden estético, sino también en relación a las visiones que podemos extraer de nuestra cultura actual, poniendo el énfasis en este fenómeno de la multiplicidad de los puntos de atención. Las postales, vistas de esta manera masiva que permite ir a la vez del detalle al conjunto, nos hablan de la actual explosión de las pulsiones de singularizarse que tenemos los humanos, una necesidad de pregonar las diferencias que es uno de los elementos más comunes de la globalización, mostrando estas dos caras inseparables de la misma moneda: distinguirse para igualarse.
Es maravillosamente irónico, liberador y exultante darse cuenta de cómo a todos nos gusta mostrar las particularidades de nuestras culturas, vestuarios, costumbres, cocinas, carreteras, estadios de fútbol, montañas y paisajes naturales únicos, fiestas tradicionales, riquezas de los museos, en cuanto no nuestros queridos ‘pets’ o animales de compañía, sean gatos, perros, loros, burros o caballos, o las flores de los jardines más bonitos …
La exposición exalta y relativiza a la vez, distancia y acerca, induce a la reflexión y provoca la carcajada. El autor, que considera que ‘los mercados de pulgas son ahora santuarios’, consigue esta magnífica paradoja de sacralizar unas piezas residuales de nuestra sociedad de consumo (al ponerlas en un lugar de la Alta Cultura como es la Fundación Tàpies ) mientras al mismo tiempo hace estallar su relativismo profundo, que nos conduce a la mirada irónica, inteligente y liberadora.
El nuevo hechizo que Oriol Vilanova da a su colección de postales es por lo tanto de tipo reflexivo, convirtiendo las paredes de la Tàpies en verdaderos espejos de nuestra cultura: nos vemos reflejados si las miramos de lejos pero también si las miramos una a una, ya que todas nos hablan de lo que somos. Unos espejos que, como los cóncavos y convexos del Tibidabo, nos muestran en todas nuestras riquezas y miserias, siempre las dos facetas a la vez.
El Museo Marés
Y si hablamos de objetos en Barcelona, no podemos dejar de hablar del Museo Frederic Marés (ver aquí) y de su faceta de coleccionista, al tratarse de una de las mecas mundiales de los que aman el mundo de las ‘cosas’.
Y lo que hace única la hazaña expositiva del señor Marés, es la suma de dos pulsiones fundamentales para tratar los objetos: la del coleccionista compulsivo que todo lo acapara, y la del clasificador no menos compulsivo, que necesita ordenarlo todo sin huir de la acumulación. Y en eso consiste la genialidad de su colección, única en el mundo, al ser capaz de mostrar esta acumulación con la elegancia científica de los museos de antes, los que buscaban sobre todo maravillar al visitante, mostrándole las riquezas de la variedad sin adelgazarla -como hacen hoy los museos modernos, que por regla general toman el visitante por tonto, al creerle capaz de ver sólo unas cuantas piezas con muchas explicaciones al lado.
El señor Marés se inventó unos mecanismos expositivos que yo nunca he visto en otros museos, como estos paneles múltiples agrupados por un sistema de bisagras del todo originales, que se juntan como si fueran las páginas de un libro. Esto le permitió, en un pequeño espacio, poner un número casi infinito de piezas, como es el caso de las anillas de puro, de las caras de cajas de cerillas, de tarjetas de felicitación de Navidad, de menús de restaurante, de cromos , de estampas … La acumulación aparece en todo su esplendor de una manera ordenada y elegante.
La colección Marés consigue re-encantar estas piezas residuales de la cultura cotidiana de una época -la suya- otorgándoles un valor de pieza de museo que busca serlo para la eternidad, un valor que en efecto no hará más que crecer a lo largo de los años, como el señor Marés seguramente intuía. Esperemos que las modas museísticas y la ignorancia de algunos hombres de la cultura no estropeen esta joya que tenemos en Barcelona.
El Museo de la Inocencia, de Orhan Pamuk
Ya otras veces hemos hablado de este museo único (ver aquí), quizás la realización más conseguida en el uso de los objetos para unas finalidades de orden superior, que tienen que ver con el arte, la historia, el conocimiento, la memoria y la creación.
Situado en el barrio de Cihangir, en Beyoglu, Estambul, El Museo de la Inocencia convierte los objetos en los actores de las múltiples escenas que componen los ochenta cuadros o ‘cajas’, como las llama el autor, unos expositores en forma de caja cerrada con vitrinas para que el visitante pueda ver el interior. Es una extraordinaria secuencia teatral de objetos mudos e inertes, pero que hablan a través de cada composición, al configurar un paisaje visual particular, definido cada uno por un título de carácter alusivo y poético.
Los objetos, aquí, aparecen profundamente re-encantados por la voluntad del autor-artista de situarlos en contextos especiales para lograr el hechizo de la escena, con su significado poético. La mayoría son objetos residuales que uno encontraría en cualquier mercado de pulgas tirados y mezclados entre sí, con muchas postales, cartas de sellos antiguos, fotografías gastadas por el tiempo, pipas, vasos, ceniceros, botellas y todo tipo de trastos que el novelista turco ha ido recogiendo a lo largo de los años, revolviendo entre los anticuarios y los encantes de la ciudad.
Pero si los objetos son las palabras de este lenguaje visual, los verdaderos protagonistas del museo son la ciudad de Estambul y el Tiempo. De este modo, y tal como sucede también en la exposición de postales de la Fundación Tàpies, cada una de las cajas del Museo de la Inocencia ejerce de espejo donde el espectador puede ver parte de su realidad, una que quizá ya ha desaparecido del mapa, pero que sigue presente en los intersticios de la ciudad, así como en los de la imaginación colectiva de su población, quizá adormecida, pero no por ello menos determinante para explicar el presente.
Los objetos, re-encantados por la creación de un nuevo contexto, se cargan de una subjetividad que nos habla directamente al corazón, al estómago y a la mente, sin necesidad de hablar en voz alta, tal vez acompañados de los murmullos de una música que nos sitúa en una época concreta.
Hasta que un terremoto, una guerra, una mala gestión cultural o una hecatombe desencante todos estos objetos y los devuelva a un nivel cero residual, lanzados de nuevo al fárrago de cualquiera de los Encantes del mundo -o directamente a la tumba de la nuestra civilización.