(El Gusano. Foto de Jesús Atienza)

¿Es posible una obra compuesta por 7 historias de 7 minutos cada una, dirigidas por 7 directores de 7 países distintos? Así es la propuesta del titiritero chileno afincado en Madrid, David Zuazola, que ha tomado el número 7 como centro nuclear de su proyecto, buscando el efecto mágico y hechicero de esta cifra sagrada, con la que muchos creen se organiza el Universo.

El universo del que habla Zuazola es el personal, de profundas dimensiones siempre turbias y dolorosas, donde los recuerdos, las dobleces, los engaños y los acosos balbucean vivos, a modo de retazos de tiempo congelado que giran cual meteoritos cargados de mala saña en el interior de nuestras personas. A ellos se enfrenta el titiritero con la magia del 7 que se corresponde a la alquimia del títere. Pues de títere, alquimia, acoso y amistad trata esta obra de madurez de David Zuazola, embarcado en un tremendo y ambicioso proyecto acabado de estrenar que se postula como lo que será sin duda uno de los éxitos titiriteros de la temporada.

El Espantapájaros. Foto de Jesús Atienza.

El sentimiento que se oculta en esta logística endiablada de los 7 directores (entre los que me cuento, sin que ello sea óbice para manifestar mi distanciada y sincera admiración hacia su trabajo) y los 7 países, tiene que ver con una nueva manera de estar en el mundo desde el desarraigo de quién no se siente pertenecer a ninguna cultura en concreto sino que tiene por patria la amistad y el cara a cara de los humanos entre sí, de quién huye de las convenciones sociales y gremiales, y prefiere el chirriar y los choques inmisericordes de la cruda realidad. El planeta sigue siendo grande e inabarcable, pero los espíritus inquietos como Zuazola lo achican a voluntad para poder sentirse tan a gusto en Varsovia como en Dheli, en Bogotá y en Évora, en Taipéi, en Barcelona, en Madrid o en Berlín. Ciudades libres del mundo. ¿Fronteras y sentimientos nacionales?… Una rémora aciaga para ese pájaro chileno que ama la libertad de los continentes. Siete directores de siete países diferentes han hecho de espejos para que el titiritero chileno pueda reflejarse en ellos y sacar, del cruce de miradas y palabras, las líneas maestras de su alquimia marionetista: cómo el títere construye el artefacto que permite saldar las cuentas con el tiempo y el pasado.

El guardián de la Sirena. Foto de Jesús Atienza.

¿Cómo enfrentarse a los tétricos demonios que acechan en la oscuridad y que buscan someternos con sus risas sempiternas y hostigadoras? Ese espantapájaros ambiguo que el polaco Marek Chodaczyński ha puesto a trabajar en una fábrica de palomitas de maíz, para engañar a las aves libres que se acercan a comer sus venenos; o la tétrica Muerte, esa gran amiga de los titiriteros, llevada de la mano del Maestro Manuel Dias de Évora, Portugal, que sabe muy bien cómo tratarla. El ‘raro’ surge con el ‘Show de las rarezas» y la «Sirena Verdadera», condenada a exhibirse en una cisterna de agua, con la delicada mirada de Chiafi Hsu, de Taiwán, que la dirige.

El Vampiro. Foto de Jesús Atienza.

‘Gusano’, otro monstruo que es el insulto que obliga al titiritero a tragar palomitas y a vengarse en la figura de un pobre gusano, precioso títere magníficamente dirigido por Merlin Puppets Theatre, de Grecia, con cuya secuencia la obra rompe su mecánica obsesiva y se mezcla con el público. Pasamos luego al lado oscuro de la noche, el Vampiro, harto de luna y de tiempo, ansioso de sol y de muerte, episodio en el que tuve el gusto de participar. Un monstruo enemigo víctima sin embargo del tiempo que no pasa, que le da su espalda. Nos acercamos al final con «Alien», hilarante extraterrestre al que Liliana Palacio, de Colombia, extrae frescos momentos de humor y absurdo, en una tienda de juguetes muy contemporánea. Y remata la faena la directora Anurupa Roy, de la India, con el séptimo capítulo y epílogo de la obra, cuando se desvela el tremendo juego de desdoblamientos que Zuazola nos ha brindado a lo largo del espectáculo. Allí todo encaja y los espejos se superponen en la figura del doble de sí mismo. Máximo distanciamiento para un final casi melodramático.

Alien. Foto de Jesús Atienza.

Se entiende que para escapar a estos monstruos, el titiritero Zuazola, también apodado El Loco, haya decidido huir de los jardines privados de la infancia para fugarse al ancho mundo, a ese país grande del planeta donde el sol nunca se pone, aunque sí gusta recrearse en sus sombras y en sus lunas misteriosas. Con la complicidad de sus siete directores amigos, ha procedido a una alquimia liberadora: descongelar siete cristalizaciones de tiempo crudo para darles vida desde los ojos y los alientos de siete personas diferentes que le permiten darles nueva forma, sin moverse del ‘Loco’ empeño titiritero de permanecer en sus carriles estilísticos, las de ese inventor casero que trabaja con reciclajes y objetos encontrados en la calle, para hacer emerger de ellos los curiosos títeres que están entre el juguete mecánico y el muñeco de vudú, entre el ídolo primitivo y la pesadilla robótica.

Por supuesto que le faltan todavía las obligadas funciones de rodaje necesarias para dar aire y vuelo al aún encorsetado tiempo atrapado en sus cápsulas de siete minutos. Pero ya ha logrado el artista fijar las siete piezas sobre el escenario sin que rechinen los engranajes y ha conseguido una unidad estética esencial, que surge con fuerza del estilo desarrollado por Zuazola en ‘Ala Sucia’, su anterior espectáculo que con tanto éxito ha girado por los festivales de Europa.

Sólo cabe esperar que el fruto madure en su contacto con el público y que el Tiempo, amigo de quién se sube a él desde la valentía del solitario, lo acompañe y lo dirija con la sabia mano del Maestro de Maestros que es, por los mil escenarios del ancho mundo.