Pudimos ver el pasado viernes 29 de marzo, en el escenario de la Casa-Taller de Marionetas de Pepe Otal, el último espectáculo del artista, filósofo y titiritero italiano Andrea Lorenzetti, instalado desde hace años en Barcelona. Una figura, la de LorenzettI, que conocemos bien, sea por sus trabajos siempre muy personales e interesantes, sea por las colaboraciones efectuadas con otros titiriteros, como Pep Gómez (ver aquí), o como los cabarets que ha dirigido con otros artistas de diferentes especialidades, uno de ellos presentado en el Ròmbic de 2017 (ver aquí) y que este año repite con otro espectáculo para el mismo festival los días 26 y 27 de abril, en el Ateneu 9 Barris.
Con el título de Kharabat -palabra de origen persa que encierra un doble significado de plenitud y ruina, de vida y muerte, de lugar de diversión y lugar de la verdad sin hipocresías, un lugar que bien podría ser el pequeño teatro donde a través de sombras e imágenes fugaces va a desarrollarse la acción-, Lorenzetti busca situarnos en un contexto especial, misterioso por las resonancias místicas de la palabra, a través de un lenguaje poético que busca sugerir más que ilustrar explícitamente una historia.
Andrea Lorenzetti en plena actuación. Foto de Jesús Atienza.
Incide el autor en la temática de la Muerte, tratada en casi todos sus espectáculos, situándose de este modo en esa línea del ‘teatro de lo oscuro’ que con tanto denuedo practicó Pepe Otal, el anfitrión invisible de la noche, así como su colega Pep Gomez, con el que Lorenzetti tanto ha trabajado. Pero en esta ocasión, le antepone el contrapunto del Amor y de la Vida. Nos dice la obra que ‘el amor, el vino, los amigos y la infinita vanidad de todo’ (cita del programa) pasan y que todos al final morimos. Quedan los cementerios, con sus tumbas y los recuerdos que se pierden y se deshacen con el tiempo. ‘Del vacío podría aparecer otro encuentro, otro amor, otro vino, para celebrar una nueva vida’.
Creo que Lorenzetti ha creado una obra en clave ‘alquímica’, en la que el vacío de la nada que sobreviene a la muerte, tanto real como iniciática, se convierte en el crisol donde surge la nueva vida, con los ingredientes de las imágenes, las sombras, las palabras y el amor.
Sasha Agranov. Foto de Jesús Atienza.
Y el sonido. Pues junto al titiritero en solitario que mueve sus figuras y las baraja en el misterio de las sombras, está la música inspirada y a veces sobrecogedora de Sasha Agranov, armado con su violonchelo, al que saca notas desgarradas que crean su propio eco con el uso de un loop de efectos grabados en directo, con lo que consigue una sonoridad de profundas resonancias.
El sonido es esencial en esta composición alquímica de sombras, figuras, atmósferas tenues conseguidas con la luz de una vela, a cuyo alrededor gira la noria de la vida y de la muerte, del tiempo en sus facetas banales y de peso, con los jajajás y los jijijís del teatro de la existencia. La Pálida acaba pasando implacable su guadaña, y las tumbas se levantan una tras otra en el camposanto.
Precioso el instante último en el que los restos del naufragio son puestos en el crisol de las transformaciones, que vemos cómo se va llenando de la sangre del mundo, para llegar a convertirse en una ánfora de antiguas resonancias mediterráneas, pero que al salir de la pantalla, se ha convertido en una alegre jarra llena de vino, que el titiritero ofrece a los espectadores en copitas sobre una bandeja.
Viendo como se llenaba la ánfora de la sangre que luego será vino, me acordé del milagro de la licuefacción de la sangre de San Genaro, cuando tres veces al año se licúa la sangre del santo mártir y patrón de Nápoles, misterioso fenómeno que suele retransmitirse por televisión. Lo que en la Catedral de Nápoles sucede en el mágico receptáculo por la devoción ritual de los creyentes neapolitanos, en el pequeño escenario del Kharabat de Andrea Lorenzetti, sucede en el crisol mágico y simbólico del teatro de sombras, fruto del juego de las oposiciones accionado por la fricción del tiempo escénico, la música desgarrada, la poesía de la imagen sin palabras y el amor de los encuentros creadores.
En el fondo, ambos rituales expresan la misma cuestión: el triunfo de la vida sobre la muerte. Sólo que mientras unos lo hacen con el boato y la pompa de la Iglesia Católica para afirmar sus Grandes Verdades Colectivas, la propuesta de Lorenzetti se realiza desde la modestia y la lucidez individual, y desde una buscada sencillez formal y técnica. El resultado es un pequeño espectáculo de títeres y sombras que consigue alcanzar resultados de alto valor simbólico y poético. Me pareció una obra que, por el cuidado de la puesta en escena y el detalle mimoso de las escenas, marca un antes y un después en la aventura creadora del autor.
Acabamos esta crónica con los versos que el programa cita del gran poeta y científico persa Omar Khayyam (1048-1131), que nos sitúan en el contexto poético del lenguaje de las sombras de la obra: ‘Igual que una linterna mágica es el destino en torno al cual vamos todos girando: la lámpara es el sol, el mundo la pantalla, nosotros las imágenes que pasan y se esfuman’.