(Marionetas de ‘Caín de Saramago’, con la figura de José Saramago en primer plano)
Se estrenó este viernes 13 de septiembre de 2019, en el Teatro Arbolé de Zaragoza , la obra ‘Caín de Saramago’, versión de Iñaki Juárez de la última novela escrita por el Premio Nobel portugués José Saramago. Una obra polémica desde el mismo día de su publicación, pues en Portugal fue prohibida por el gobierno portugués, habiéndose convertido con los años en una de las más leídas y aclamadas de Saramago.
La idea de ofrecer una versión teatral con actores y muñecos fue de Iñaki Juárez, fundador del Teatro Arbolé y uno de los titiriteros españoles de más relevancia y reconocimiento. Según me contó Esteban Villarrocha, director gerente de Arbolé, la compañía se planteó celebrar su cuarenta aniversario con algo diferente y especial, con una obra que desde hace años persigue a Iñaki Juárez y abrir con ella públicos y espacios más amplios.
Y hay que decir, tras ver la obra, que el reto no sólo ha sido mayúsculo, sino que Juárez se ha salido plenamente con la suya al conseguir un estilo que, manteniendo los signos de identidad propios de la compañía (títeres de mesa con el manipulador a la vista con puestas en escena directas y sencillas que van al grano), los ha convertido en una plataforma para ir mucho más lejos. Ha asentado Juárez un lenguaje actoral y titiritero fresco, maduro, arriesgado pero sosegado a la vez, sin dejarse llevar por soluciones fáciles ni exabruptos intempestivos, pero llegando al fondo de las cuestiones tratadas, dejando que las cargas emotivas del texto exploten y sacudan con toda su potencia.
Una obra, la de Saramago, que no se está con remilgos, sino que plantea temas de calado, al poner en cuestión las narrativas míticas que han condicionado la cultura y los entresijos psicológicos de nuestra civilización occidental, la que está marcada por el Cristianismo y las enseñanzas bíblicas. ¿Es Caín, el primer personaje maldito de la tradición bíblica, culpable del asesinato de su hermano Abel, o es más bien una víctima de la discriminación divina, que crea a seres de distintas categorías? ¿No es el Dios bíblico un ejemplo de despotismo cruel y de sadismo justiciero, bien lejos de la divinidad bondadosa con la que nos lo presenta el Cristianismo? Preguntas que el autor portugués se atreve a plantear, con una visión radicalmente crítica de los mensajes religiosos que han marcado nuestra educación.
Es evidente que criticando al Dios de la Biblia, Saramago critica a los humanos que se proyectaron en él, creándolo a su imagen y semejanza, lo que ha permitido a tantos mediadores de lo divino ejercer su poder abusivo sobre las almas de los rebaños adoradores de lo absoluto.
Tres titiriteros y tres actores han sido quienes han puesto toda la carne al asador del proyecto: Azucena Roda, Pablo Girón y Julia Juárez encargados de manejar los títeres, y Pedro Rebollo, Jaime Ocaña e Inmaculada Oliver en los papeles respectivos de Caín, Dios y Lilith. Espléndidos todos ellos, los titiriteros en su papel visible de ser las fuerzas que cumplen los designios de Dios, encargados de mover a sus criaturas, y los tres actores en sus roles bíblicos.
Pedro Rebollo está realmente magnífico en el difícil papel de Caín, capaz de transitar de lo sórdido e instintivo a lo noble y dadivoso, siempre con un poso de enorme profundidad, al ser el centro de gravedad de la obra con todo su peso vital y filosófico. En el otro extremo, Jaime Ocaña, responsable de Dios, brilla como si hubiera nacido para este papel: caprichoso y cínico Creador que juega con sus criaturas a placer. En cuanto a Inmaculada Oliver, intérprete de Lilith, está magnífica en su función de seducir a Caín y a todo el público, desde la sensualidad y la inteligencia.
No hay en ellos atisbo alguno de sobreactuación -fundamental en esta obra de contenido bíblico-alegórico- sino todo lo contrario, la contención indispensable que permite fluir a la inteligencia y al lenguaje de los títeres. Y, de igual modo, los manipuladores saben contenerse en su papel de mediadores metafísicos, enardecidos cuando así lo dispone el Señor (ensañándose en su destrucción de las ciudades de Sodoma y Gomorra, por ejemplo), indiferentes y fieles cumplidores de sus deberes cuando toca. Creo que uno de los méritos de Juárez es haber sabido armonizar estos dos mundos paralelos y a la vez tan distintos, que son los tres manipuladores y los tres actores. Importante, en este aspecto, ha sido convertir a los actores en manipuladores en algunos casos, como cuando Dios maneja a Moisés, o Caín a la marioneta que representa al personaje de Saramago, que Juárez introduce en la trama.
Esta inclusión del autor portugués como voz y figura en la obra, ayuda a crear el clima de distanciamiento necesario, incorporando unas pinceladas de reflexión en primera persona, del mismo modo que se consigue un efecto parecido cuando la acción de los actores aparece desdoblada por los muñecos, como en algunas escenas de Caín y Lilith, interpretadas en dos espacios distintos a la vez.
El otro mérito de Iñaki Juárez ha sido conseguir una obra de texto dando a los títeres una función fundamental en la misma. Siempre se ha dicho que el teatro de títeres permite enfrentarse a realidades extremas que, interpretadas sólo con actores, rozarían el mal gusto o lo escandalosamente escatológico. Me refiero a situaciones de muertes y crímenes, de contenidos demasiado onerosos para ser vistos en su realidad de personas vivas. Y es en este sentido que Caín de Saramago ha dado en el clavo en el uso que hace de las marionetas, al interpretar situaciones dramáticas de alto voltaje, como la destrucción de Sodoma y Gomorra, la Batalla de Jericó o el episodio de Abraham frente al mandato divino de matar a su hijo Isaac.
Igualmente acertado es el uso de muñecos en un argumento como el de Caín, que trata relatos y personajes sacramentales, como ocurre con los autos medievales o barrocos. ¿Y no es acaso esta obra de Saramago una especie de Auto Sacramental contemporáneo sobre la divinidad y su relación con Caín, y por extensión, con sus criaturas?
Un tema bien propio del Barroco -como lo es cualquier ejercicio de auto-observación histórico-filosófico-, pero de cuyos aspectos más típicos de grandilocuencia y despilfarro tanto el autor como el director de esta versión huyen, apostando por una sobriedad que permite centrarse en lo grave e ir al grano de los contenidos. El texto lo hace eliminando los espacios tipográficos, sin puntos y aparte; la escena, con una escenografía escueta que sólo se permite una cierta exuberancia en el gran podio hecho de cuerpos difuntos o por nacer donde habita Dios, que ocupa el centro del escenario y lo jerarquiza.
Creo que Arbolé ha logrado su propósito de celebrar sus cuarenta años de experiencia con una obra de plena madurez, con la humildad y la modestia que siempre ha caracterizado a la compañía, pero con las agallas de quienes pueden permitirse sacar pecho del oficio tan duramente adquirido a lo largo de los años.