(Tablao flamenco. Marionetas de Andreu Carandell. Exposición ‘Figuras del Desdoblamiento’, 2015.)
La parada forzosa que la pandemia del COVID19 ha provocado en todo el mundo, invita a ejercer una práctica que, en la batalla feroz del día a día, pocas veces ejecutamos: reflexionar. Un ejercicio que, aun siendo un elemento tan importante y decisivo, parece haber caído en el paquete de ‘lo que habría que hacer pero que dejamos para otro día, pues no hay tiempo para ello’. Porque si algo requiere el ejercicio de la reflexión es precisamente ‘tiempo’, ese bien universal que nuestra actual cultura nos regatea y oculta.
Tiempo de reflexión, palabra que viene de reflejar, es decir, de mirar en el espejo de los acontecimientos a ver si comprendemos algo de lo que pasa. Palabra pues muy titiritera, en el sentido de que una reflexión sería a la realidad lo que un títere a la persona: un desdoblamiento de la misma. Ya comentamos en la anterior editorial lo que nos reflejaba el espejo del COVID19. Queríamos en esta ocasión reflexionar en una dirección distinta: la que surge de nuestra mirada a los títeres, a las marionetas que nos rodean en casa, paradas por la contingencia actual, y colgadas cual objetos inertes y sin vida.
Es como si de pronto nuestras casas se hubieran convertido en museos particulares, pues los títeres, en vez de actuar en los escenarios, deben permanecer en sus cajas, o colgar de las paredes, del techo o de las burras y barras del taller. La reflexión consiste aquí en dialogar con estas marionetas inmóviles, que nos miran sin decir nada. ¿Qué son? Decía Joan Baixas en la entrevista que se acaba de publicar en Titeresante, hablando de los títeres en los museos (ver aquí), que no son cadáveres, pero sí una representación de la Muerte. Siempre se ha dicho de los títeres que indirectamente son una imagen de los muertos a los que se otorga voz y movimiento cuando se los anima -se les da alma. A veces son la misma Muerte, cuando lucen calavera por cabeza y atuendo fúnebre, pero siempre son figuras inertes que representan a seres sin vida. Que la mayoría de los titiriteros de oficio tengan una calavera en su elenco de marionetas, es una clara indicación de que estas especulaciones tienen una base sólida y real.
Todo ello da a la profesión titiritera un curioso carácter ontológico, por el que la disyuntiva entre Ser y No Ser se convierte en algo cotidiano, del día a día -aunque no se viva desde la consciencia. También se le podría adjetivar de ‘trascendente’, en el sentido de una interrogación constante sobre la vida y la muerte. Nuestra profesión se parece a la de los enterradores en los cementerios, pero al revés: en vez de enterrar, desenterramos. Sacamos de la naturaleza toscos trozos de madera y los tallamos para conseguir una figura a la que poder animar, dar vida. El escultor hace lo mismo pero la animación de la figura, una vez terminada, es pasiva, debe provenir de la mirada y la imaginación de quién la mira. El titiritero va más allá, y su cometido es el de insuflar vida, y con ella, mito, historia, a modo de paisaje o contexto donde encajar esta vida. De ahí que el titiritero sea también muchas veces un narrador o contador de historias.
En muchas tradiciones, especialmente en las del teatro de sombras, como en el Wayang Kulit de Indonesia, los títeres son directamente una representación de los espíritus de los personajes: dioses, diablos, héroes, monstruos, animales, reyes, guerreros… Las dos dimensiones de las siluetas en la pantalla explicitan esta naturaleza de espíritus que son y no son, de estar vivos y muertos a la vez, y los maestros titiriteros les dan vida al animarlos para que cuenten sus hazañas, sus aventuras o sus verdades ocultas. De ahí que antes y después de la función se realicen pequeños rituales de invocación y de respeto sacro a lo que no vemos, los espíritus, pero a los que somos capaces de traer a la vida a través del teatro. En Japón, muchos chamanes actúan con marionetas del tipo Bunraku para sus ceremonias de encantamiento y de todo tipo, figuras que representan a determinados dioses, cada uno con su propia especialidad.
Esta reflexión viene a cuento sobre la cuestión de si los museos de marionetas tienen un sentido o no. Muchos dicen que ver a títeres ‘muertos’ en vitrinas, no tiene ninguna gracia. Para ellos, los museos no serían más que unas ‘morgues’ de títeres fiambres. Y, sin embargo, también cabe darle la vuelta al asunto, y en vez de ver el vaso medio vacío, verlo medio lleno: estas ‘morgues’ no serían de títeres en su estado ‘fiambre’, sino de títeres situados en ese sensible fiel de la balanza entre la vida y la muerte. Un equilibrio que, con una buena iluminación y un fondo adecuado, consigue mostrar atisbos vívidos de un estado nuevo del ser, el que es y no es a la vez, es decir, el del Ser y No Ser cuando ambos coinciden. Sería algo comparable a la indeterminación cuántica, cuando se dice que una partícula está y no está en un lugar determinado. Depende de la mirada, del observador. Como con los títeres, que también dependen de la mirada del espectador.
Siempre he pensado que este estado intermedio entre el Ser y el No Ser es uno de los secretos ‘mágicos’ de las marionetas, pero también una de las conquistas que los humanos deberíamos alcanzar. Es decir, vivir la paradoja de esta unión de la principal oposición existente, a modo de nuevo patrón de conducta capaz de hacernos entender que las contradicciones no siempre deben resolverse desde las clásicas posiciones de exclusión, de rechazo, de lógica binaria. Las marionetas, vistas desde esta perspectiva, surgen como figuras que representan no sólo a la Muerte, sino, sobre todo, esta radical ambigüedad entre el Ser y No Ser. Una pedagogía esencial que ya existía en las viejas tradiciones -el teatro de sombras del Wayang Kulit es exactamente eso, como lo es el mismo Teatro Bunraku clásico del Japón-, una pedagogía que, sea mediante algunos de los espectáculos contemporáneos, sea a través de algunos de los museos de títeres más interesantes, merece la pena tener en cuenta.