(Virgen María con el niño. Castilla entre 1340-1350. Figura de alabastro con restos de policromía. Museo Marés de Barcelona. Foto T.R.)
Es una obviedad decir que nunca habíamos vivido una Navidad tan extraña. Para el mundo del teatro y para todos en general, lo que nos toca vivir en estos días del calendario, cuando se celebra el solsticio de invierno y el nacimiento del niño Jesús, va contra la lógica que hasta ahora había presidido estas fiestas: reencuentro familiar, unión de las personas, dejar que el extranjero entre en tu casa, vivir el calor de la comunión entre las personas. Todo esto, hoy, está vetado por una razón objetiva: la pandemia y los peligros de contagio del Coronavirus nos obligan a aislarnos, a no interactuar con nuestros vecinos, amigos y familiares, a ‘extrañarnos’ a nosotros mismos. Una obligación que nos es impuesta además por los poderes públicos, de modo que la obligación se convierte en prohibición de contacto y convivencia. Una situación que curiosamente es aceptada sin demasiados problemas por la población mundial, con las naturales reservas y excepciones, minoritarias por regla general.
Extraño, palabra que viene del latín extraneus, que significa ‘exterior’, ‘ajeno’, ‘extranjero’, y que deriva de extra, ‘fuera’. Es decir, nos autoimponemos la condición de ser extranjeros de nosotros mismos, de nuestras propias ciudades, de estar dentro pero fuera, de ser ajenos a nuestra naturaleza animal-humana que tiende a la unión familiar y grupal.
Para los que odian la Navidad y gustan llevar la contraria, es el paraíso, la utopía hecha realidad, por fin un aislamiento que ya no requiere del ejercicio de voluntades rebeldes, sino que llega impuesto por el mismo poder social. Para los que aman estas fechas de calor humano y reencuentro familiar y amical, es un golpe severo a la línea de flotación propia de nuestras sociedades, que necesitan estos momentos del calendario para romper con los ‘extrañamientos’ de la vida laboral y cotidiana de nuestra civilización urbana, ya suficientemente acusados y sufridos.
Para los que viven del teatro, es el peor de los escenarios imaginables, el mundo al revés, una pesadilla hecha realidad. El calor y la cercanía del público son sustituidos por la distancia y la separación entre las personas que intervienen en el rito. Se enfría la catarsis y se deja al desnudo la mecánica de la comunicación teatral. Todo chirría y de pronto, lo que habíamos considerado como uno de los núcleos más sólidos de nuestra actividad cultural, ¡el teatro!, se convierte en prescindible. Los públicos se contentan y sobreviven con el ‘On Line’, lo digital sustituye sin más a lo presencial, y todos dicen que ‘empieza una nueva época’.
El ‘extrañamiento’ nos invade por todas partes, todo lo que hasta ahora era normal y saludable, se vuelve problemático y cuestionable. Y lo más curioso es que los entendidos en sociología futurista gustan aleccionarnos sobre lo que será a partir de ahora lo normal: relativizar la relación directa del tú a tú, sumando a ella la relación indirecta de lo digital. ¿Será así, en efecto, el futuro? ¿Viviremos inmersos en ese vaivén paradójico entre la unión y la distancia, entre lo real y lo virtual? Estar a caballo entre el sí y el no, lo que se toca y lo que solo se ve, entre el cuerpo real y la imagen duplicada, entre dos espacios y dos tiempos distintos…
El extrañamiento de estas ‘extrañas’ Navidades nos obliga a pensar y a experimentar todas estas preguntas y paradojas, causa de tantos desbarajustes psicológicos y no pocos desasosiegos.
Desde Titeresante, deseamos a todo el mundo unas fiestas de Navidad en las que extrañamiento y convivencia, distancia y unión, encuentren sus puntos de encuentro y de equilibrio. Y deseamos fervientemente que la fuerza del teatro sepa vencer la acometida del relativismo que busca convertirnos en prescindibles.