(Paco Zarzoso y la piedra)
Se ha podido ver a lo largo del mes de enero la obra ‘La Piedra y la Encrucijada’, de Paco Zarzoso, de la compañía valenciana Hongaresa de Teatre. El lugar ha sido la Sala Beckett de Barcelona, esta sala histórica fundada por el también valenciano José Sanchis Sinesterra, dirigida hoy por Toni Casares e instalada en su actual sede del Poble Nou, en un elegante edificio viejo magníficamente restaurado de lo que antiguamente fue la Cooperativa Pau i Justícia.
Una sala que ha sido y es la cuna de la nueva dramaturgia catalana, pero también de buena parte de la valenciana y de la española. No en vano, el mismo Paco Zarzoso considera a Sanchis Sinesterra como su padre teatral. Y la compañía La Hongaresa, compuesta por Lola López, Paco Zarzoso y Lluïsa Cunillé, nació también en la Sala Beckett, fruto de estos encuentros azarosos pero tan productivos que se dan en los lugares y ambientes abiertos a la creatividad. La obra se inscribe en el ciclo dedicado precisamente a Lluïsa Cunillé, de modo que todo cuadra en este círculo de correspondencias y resonancias teatrales.
Antes de comenzar, una voz nos indica que seamos bienvenidos al Teatro Español de Madrid para presenciar esta obra de Paco Zarzoso, un chiste que suele gastar la compañía vaya donde vaya, pequeña broma-provocación para la mayoría de los espectadores que van a los teatros catalanes, para quienes la palabra “español” les suena a feo y a malo, pero que en su literalidad nos sitúa muy bien: nos hallamos, en efecto, ante una obra de teatro español, escrita en lengua española y que reivindica con el peso de lo contundente su valía. Pero también su vacío y su vacuidad: su nada. Pues en esta obra, todo es doble, y tanto pesa la apariencia como la sustancia que se oculta tras ella. Una sustancia que, como veremos, es el meollo de todo el asunto.
En efecto, no puede ser más contundente el inicio de la obra; en el escenario una piedra, marcada por una cruz hecha de luz y niebla, y una voz en off que nos dice: “Una piedra, una encrucijada, y nada más”. Esta piedra centra todo el espectáculo, contra la que se da de bruces el personaje principal, que no es otro que el mismo Paco Zarzoso, que aparece con su propio nombre y condición, como el autor de las palabras que se dicen a lo largo de la hora de función.
Tropezar con la misma piedra, una y otra vez, hasta que un día la piedra habla. Espejo del actor/autor, le escupe en la cara todo lo negativo que hay en él: la voz inmisericorde de su padre, que lo ve desde la objetividad de un campesino de Teruel para quien todo eso del teatro y de la cultura es una burda pérdida de tiempo, un autoengaño ridículo de quien quiere triunfar con las palabras, cuando lo que de verdad cuenta es lo sustancial de la tierra, el peso de lo concreto, como la piedra desde la que habla. Zarzoso es incapaz de defenderse ante estos ataques, pero lo hace a su modo, desde el silencio, con gestos toscos de afirmación primaria, como esos pasos de baile mal hechos de una jota, o la bota de vino que lleva colgada porque le da la gana.
Harto de la piedra y de su padre, Zarzoso quita el altavoz que se escondía tras ella, y apaga el sonido. Pero la piedra es tozuda. El espejo le trae más reflejos, díscolos y demoledores: su propio hijo, en la vida real y en el escenario (Marcos Sproston, quien firma la dirección de la obra), que ejerce de técnico en las luces, se levanta y se rebela contra el padre. Y luego su mujer (Lola López, madre real de Marcos), que en una magnífica interpretación de apasionada teatralidad, le saca los trapos sucios, su pereza, su vaciedad, su fracaso vital. La inmisericorde piedra se expresa así a través de los personajes, que a veces incluso hacen como que se saltan el texto escrito por la víctima, aunque sepamos siempre que todo es teatro, y que lo que se dice en la escena está todo escrito hasta la última coma.
No hay defensa posible, la piedra a través de sus altavoces, mecánicos o humanos, marca la condición exacta de lo que es el actor/autor Zarzoso: un cero patatero, una nada pretenciosa, un señor tirando a bajo y gordo con ínfulas y cara de merluzo hervido, un cómico fracasado que depende del bolo y de que le salga alguna función de vez en cuando. Y como decíamos al principio, la respuesta surge de esta nada que la piedra ha precipitado en el escenario: el actor/autor/Zarzoso, altivo y desdeñoso, como un hidalgo manchego de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, pero en su condición moderna, es decir, sin lanza, adarga, rocín ni galgo alguno, con el orgullo absurdo de quien se ha visto en el espejo vacío de la piedra, baila una jota aragonesa y bebe vino de la bota ridícula que cuelga con altivo pundonor de su hombro.
Si duda nos encontramos ante uno de los capolavoros de este autor inclasificable que es Pazo Zarzoso, con una obra en la que a través del uso demoledor del peso de un objeto como es la piedra rocosa a secas, una simple aglomeración azarosa de los elementos, con la ironía subyacente de saber que se trata de una piedra fallera de cartón piedra, es capaz el autor de llegar a la verdad desnuda de nuestra condición humana, seamos teatreros, abogados, políticos, mecánicos o labradores: ese cero sustancial, esa nada absoluta sobre la que construimos nuestros personajes, con los que damos voz al runrún de las emociones y de nuestros deseos más ridículos y ambiciosos.
Pero lo genial de la obra es que este vacío, esta revelación cruel y demoledora de nuestra sandez y nulidad, no es óbice para que el autor se afirme en su absurdo propósito de escribir teatro (como la pieza que estamos viendo) y salir él mismo en escena, afirmación que en el interior de la obra no se dice con palabras, un recurso que la roca ha derogado para siempre -al menos, para esta función-, sino con una defensa a ultranza de la amistad incondicional (la de su amigo Marcelo que ha llegado de Argentina para cantarle un sapo cancionero de la región de Córdoba) y con el gesto, tosco pero resuelto, de un deseo tan disparatado como ilógico de bailar un airrescu y beber vino de la bota.