La victoria del Barça en la Champions de ayer nos obliga a situar el fenómeno del fútbol en relación al teatro de títeres. ¿Qué relación podemos establecer entre lo que sucedió anoche en el estadio de Berlín, visto por millones de personas en todo el mundo, y el oficio de titiritero? Desde luego, pocas sería la respuesta más inmediata o tal vez más honesta. Pero si profundizamos en los aspectos intrínsecos de nuestra profesión, que consisten básicamente en proyectar nuestras identidades en unos muñecos u objetos, entonces quizás encontremos abismales puntos en común entre ambas disciplinas.
Por supuesto, está la pelota, este objeto de cuero hinchado al que se le da patadas para conseguir meterlo en la portería del equipo contrario. Si tenemos en cuenta que millones de seres humanos, de mil distintos credos, lenguas y países, han estado pendientes de este objeto durante la hora y media que ha durado el partido, no tenemos más remedio que admitir que nos encontramos frente a un espectáculo basado en un único objeto, alrededor del cual ha girado la disputa entre dos equipos. No sería tanto teatro de ‘objetos’, sino teatro de ‘un único objeto’, para situarlo según la terminología estándar.
Pero lo que más nos interesa aquí es ver cómo los espectadores se han proyectado e identificado con uno de los dos equipos, cada uno con el suyo, compartiendo todas sus fatigas, sus cálculos tácticos y estratégicos, sus emociones encontradas de disgusto, rabia, alegría o euforia. Proyección e identificación con unos colores y una bandera, la del Barça o la de la Juve, con un equipo, los once jugadores que lo componen. ¿Con qué nos identificamos en realidad? La variedad de los espectadores poseídos por la pasión identificadora hacia un equipo nos obliga a situar el ‘modelo de identidad’ no tanto en una bandera o un país (sólo los catalanes que identifican Barça y Cataluña pueden pertenecer a este tipo de identificación) sino en un abstracto que simplemente se tiñe de un color, frente a otros abstracto vestido de otro color. Sería una especie de modelo abstracto del arquetípico de la tribu lo que empujaría a tantos millones de humanos a proyectarse en uno u otro equipo, en una disputa a cara y cruz entre dos competidores, en la que uno debe ser el vencedor y el otro el derrotado.
Es decir, los millones de espectadores mundiales que han seguido con pasión el partido de ayer lo que han hecho es sumarse a una disputa a dos sin tener que salir ellos a pelear en persona, al identificarse con un equipo encargado de luchar en el campo para conseguir la victoria. Visto desde esta perspectiva, a lo que más se parece el fútbol es a una pelea de gallos, en la que los espectadores apuestan por uno de los gallos contendientes, que debe vencer al otro. Lo bueno del fútbol es que ello se realiza aplicando unos reglamentos de contención que impide que corra la sangre.
Y aquí entra lo que de verdad nos relaciona, a nosotros, los titiriteros, con los jugadores de futbol: lo básico del sistema reglamentario y el secreto de que la disputa no sea un enfrentamiento directo entre ambos equipos, es la existencia de este objeto de intermediación, la pelota, que no pertenece a ninguno de los dos equipos, neutral e indiferente a los colores y a las pasiones, simple globo de cuero sujeto a las leyes de la gravedad y de la física elemental de la patada. Un objeto que resbala a las proyecciones emocionales, pues por mucho que millones de personas intenten que la pelota entre en una u otra portería, ella actúa con glacial, casi podría decirse con provocadora indiferencia, respecto a los anhelos enfrentados. Que este simple objeto intermediario, tan anónimo, trivial, indolente, insensible, impertérrito, flemático, desdeñoso y hasta escéptico, sea capaz de absorber la pasión belicosa y enfrentada de tantos millones de seres humanos, nos indica algo insólito: la capacidad que tienen los objetos intermediarios de situarse por encima del bien y del mal, en un tercer lugar distante de la polarización guerrera y vehemente. Un objeto, la pelota, que podríamos considerar como una cabeza hueca y sin cuerpo, vacía de emociones, pero rica en su significado. No es de extrañar que Xavi, el capitán del Barça, se la llevara como trofeo quizás más precioso que la misma copa, tan fea y estándar con sus adornitos grabados. Llevarse la pelota es tomar posesión de ese cero, de esa cabeza hueca que sin embargo ha sido el objeto más preciado de los jugadores, por el que han peleado y reñido. Un cero desdeñoso, pero preñado de simbología positiva, con la tremenda energía del “tercero” situado muy por encima de los bandos opuestos.
El mismo misterio que explica y sitúa el teatro de objetos y de marionetas, estas figuras puestas entre los actores y los espectadores para crear un tercer espacio de encuentro, de juego y de intersección, ocurre en el fútbol de modo superlativo, esquemático y casi podría decirse ‘absoluto’.
La pelota como un objeto capaz de crear un espacio de encuentro, que puede oscilar desde la rabia guerrera más extrema a la más alta caballerosidad civilizada de los contendientes, un espacio de juego y de azar, y de respeto a los resultados. Algo que nos indica que allí donde dos se pelean, para evitar que la sangre corra y se destruyan los contendientes entre sí, lo que importa es disponer de un ‘tres’ formado por un objeto neutro o un espacio o una escena de intermediación capaz de absorber la disputa y de crear una convención (el reglamento) para solucionar la disputa.
El modelo más pedestre de la pelota, como el modelo más sofisticado de los objetos en el teatro de títeres, nos da la pista para pensar en nuevas metodologías de resolución de los conflictos. Algo a todas luces de suma urgencia en el mundo de hoy.
Interesante perspectiva Toni; si algún consuelo o esperanza tenemos los seres humanos es que todavía existan en arte y el amor. Abrazos desde Bolivia.