Proseguimos con nuestra crónica sobre la exposición que se acaba de inaugurar en la Cordoaria Nacional de Lisboa, este espacio fabril situado en Belém donde antaño se fabricaban los cabos, cuerdas de sisal, velas y banderas para los barcos portugueses. En esta ocasión hablaremos de las otras dos instalaciones realizadas con fondos del Museu da Marioneta, que celebra de este modo su 15avo aniversario: las de Francisco Tropa y Jorge Queroz. Agradecemos la colaboración del fotógrafo José Frade, que no has prestado algunas fotos realizadas el día de la inauguración.
Teatro de Sombras, de Francisco Tropa.
De los artistas invitados por las Galerías y el Museu, aparte de António Viana que conoce muy bien el mundo de las marionetas por haber trabajado con ellas durante muchos años (ver anterior artículo publicado aquí), quizás sea Francisco Tropa el que haya entrado más a fondo en la temática escogida, el teatro de sombras indonesio en este caso.
Siluetas del Wyang Julit seleccionadas por Francisco Tropa.
En efecto, su instalación, que trata con sumo y exquisito respeto las sombras indonesias del Wayang Kulit, propias de Bali y Java, se focaliza en el mismo misterio de las sombras, cuando éstas se realizan no desde la luz eléctrica sino mediante el uso de una lámpara de aceite, con la misteriosa y velada intensidad de su llama oscilante.
Fascinación por la luz pero también por el sonido, el del gamelán, esa orquesta de instrumentos metálicos de percusión tan propio del teatro indonesio, que Francisco Tropa substituye por una batería bien provista de elementos que nos recuerdan la sonoridad del gamelán.
Pero lo interesante de su trabajo es que ha querido realmente enfatizar el teatro de sombras balinés no tanto como fenómeno de interés artístico o cultural, sino desde una perspectiva más de tipo vivencial. Es decir, tratar la tradición no en lo que tiene de histórico o pasado y, en definitiva, muerto, sino en lo que perdura en ella de vivo y de eterno: el misterio de la luz que oscila en la oscuridad, la magia de la sombra que desdobla en dos dimensiones un objeto tridimensional, el enigma de una abstracción figurativa de alto calibre estético, la intriga de unos sonidos que parecen surgir de la noche…
Francisco Tropa en plena actuación. Foto de José Frade.
Es por ello que su instalación va simplemente a lo esencial: un pequeño escenario con lo mínimo indispensable para hacer una función de sombras con las siluetas del Wayang Kulit, la lámpara de aceite con la que se ilumina la pantalla, y una proyección sobre un círculo de cristal de imágenes de esta tradición. Al lado del escenario, una parada instrumental de percusión compuesta por partes de una batería con muchos platos y algunos gongs. Todo ello bajo una iluminación de mínimos, lo justo para ver los contenidos cuando se hallan quietos, es decir, sin actuar. Un detalle bonito es la existencia doble de la lámpara de aceite: una dentro del teatrillo y otra fuera. Cuando hay función, se enciende la interior, cuando no la hay, la exterior.
Pero lo bueno es que Tropa nos regaló, la tarde de la inauguración, con una pequeña actuación en la que puso a las siluetas escogidas del Wayang Kulit, unos diez o doce, en movimiento, mientras dos músicos percusionistas se encargaban de la batería y de sus instrumentos adjuntos. Fue una demostración casi hipnótica del teatro de sombras indonesio tratado como algo arquetípico, ignorando los contenidos de historias y personajes, y centrándose en lo esencial: la luz, la sombra, la proyección de la figura abstracta, el sonido que parecía surgir de las profundidades de la noche… El mismo Francisco Tropa se puso en el lugar mágico del manipulador y fue pasando una a una las siluetas escogidas, con movimientos lentos, ‘interiores’, los propios de algo que está fuera del tiempo, en los espacios sagrados del sueño o del mito.
Francisco Tropa en plena actuación. Foto de José Frade.
El artista puso de relieve lo eterno que hay en esta tradición que a pesar de los años, se resiste a no morir. Pero lo que también nos dice Tropa es que aunque muera la tradición en cuanto fenómeno histórico enmarcado en una cultura concreta, siempre perdurará lo vivo y eterno que, para nosotros los humanos, tiene la luz oscilante y la sombra, un fenómeno mágico incluso para quién no crea en magia alguna. En este sentido, y anticipándose al paso inexorable del tiempo, la pequeña demostración escénica que nos hizo el artista vendría a ser una especie de rito en el que lo muerto, lejano y ajeno, como podría serlo para nosotros el Wayang Kulit, siempre regresa ‘vivo’ y ‘eterno’ gracias al fenómeno de la sombra y de la luz cuando se las incrusta en el tiempo ‘presente’ de la actuación.
Máscaras de Teatro Nô, de Jorge Queiroz.
El cuarto trabajo de esta atractiva y compleja exposición dedicada a los fondos del Museu da Marioneta, en su 15 aniversario, fue el presentado por Jorge Queiroz, y que se centró en dos únicas piezas, dos máscaras japonesas de Teatro Nô.
Las dos máscaras del Teatro Nô, centro del despliegue de pinturas de Jorge Queiroz.
En efecto, el artista optó en esta ocasión por una presencia minimalista de los fondos del Museu: dos máscaras del siglo XVIII de este tipo de teatro pertenecientes a la Colección Francisco Capelo cedidas al Museu. Un teatro que expresa a la perfección esta profunda corriente de ‘esencialismo’ que existe en la cultura japonesa, que gusta de ir la síntesis y a la profundidad arquetípica mediante simples trazos sonoros o visuales, y que tiene en la máscara una de sus formas preferidas para expresar la psicología humana.
Para los actores del Teatro Nô, ponerse la máscara es casi sinónimo de parar el tiempo: los ritmos de la vida cotidiana se detienen y todo sucede a cámara lenta, los movimientos pero también las palabras y los sonidos, que parecen sufrir una acusada dilatación, indispensable para entrar en las profundidades del alma humana.
Es esa contención tan propia de la cultura japonesa la que ha impulsado a Queiroz a quedarse sólo con estas dos máscaras, que sitúa en una esquina de la gran sala de exposición, para que desde este rincón estratégico irradie sus contenidos por los laterales, de modo que las dos paredes se ven desplegadas en una multitud de pliegues, cada uno de los cuales muestra una interioridad abstracta pero densa y dramática, bajo forma de una pintura de Queirós.
Tal parece haber sido la intención del artista, como asimismo nos indica el reflejo que brota en la esquina opuesta a la de las caras, con una diminuta mancha pictórica, proyección abstracta quizás de las miradas cruzadas de las dos máscaras.
Pinturas de Jorge Queiroz. Foto de José Frade.
Las pinturas son manchas abstractas que se combinan dramáticamente entre sí, a modo de un despliegue en forma de acordeón de las múltiples dimensiones surgidas de las dos caras. La intensidad de las máscaras Nô es el motor que dispara esta multiplicación colorista. Se muestra el contraste entre dos tradiciones culturales casi opuestas en lo que se refiere al tema de la contención: sumamente constreñida a lo esencial, la japonesa, más dada a la dispersión figurativa la occidental, aunque en este caso la figuración sea abstracta y colorista. ¿Acaso el despliegue de las pinturas indica la desomposición orgánica de la tradicion, cuyas bellas líneas acaban en la pudredumbre de lo perenne, en las informes manchas que chocan entre si, trasladando el drama codificado del teatro aristocrático japonés a la lucha por los elementos en descomposicion de un mundo que desaparece? Lecturas que se abren ante la inquietante composición de Queiroz.
Debemos aplaudir esta iniciativa tomada por el Museu de Marioneta y las Galerías Municipales, que ha ido más allá de la simple exposición de piezas y ha buscado la intersección creativa de distintas formas de arte, aceptando la gran libertad de perspectivas y de modelos existentes que caracteriza hoy al arte contemporáneo. Una manera inmejorable de celebrar los quince años de existencia del Museu.