Les tengo que contar. Soy mestizo originario de Madagascar. Pasé una adolescencia movida en el centro de Francia, en Bourgues (Cher), luego haciendo peregrinaciones de norte a sur pasando por el este, fui a la escuela de teatro de “la criée” en Marsella, tuve una vida de star abortada en París hasta el encuentro con una ciudad, Lyon, donde vivo desde 1989. (Para leer el texto original en francés, clica aquí.)

Zonzon

La compañía Zonzons.

Debo decir que por aquella época un comediante de color en Francia no tenía muchos papeles para elegir. Criado, basurero, ladrón, tripulante de nave espacial, eran los que nos repartíamos unos cuantos. Recuerdo al respecto a Raymond, quien había conseguido un fantástico contrato con “Vahiné” a un estilo muy “Banania”. Se veía a Raymond contemplando un enorme pastel y gritando: “¡Vahiné se ha hinchado!  En cuanto a mí, tenía que aguantar que no me aceptaran para un anuncio de agua con gas, con el pretexto de que no daba el auténtico perfil de pastor, pues, como se sabe, los pastores son blancos y no sólo a medias.

En resumen, mi destino era Lyon.

Un Paris slow, una ex-capital tranquila. En un café teatro situado en las cuestas de la Croix Rousse, nos apretujábamos una tropa de casi adultos desfilando por un escenario de ocho metros cuadrados cada noche. Después íbamos a juntarnos hasta altas horas de la madrugada con otros iluminados de la “tarjeta de residencia”, estilo grupo de rock interracial, y con otros perdidos de la noche. Os sorprendería saber el número de músicos, actores, directores, artistas plásticos y gente de otros oficios culturales que salieron de esas filas y hoy se han dado a conocer.

Me pasé un año metido entre tres calles (Burdeau, Colomés y Laynaud), sin tener la menor curiosidad por descubrir la ciudad.

No me detendré a explicar mis trabajos de maquinista, de técnico de iluminación y de sonido, que ejercía con auténtico placer en los grandes teatros, convirtiéndome poco a poco en un obrero aplicado y apreciado por sus jefes, y alejándome de mi trabajo inicial, la actuación.

Y entonces llegó aquel anuncio para una audición en el teatro Le Guignol de Lyon. Llegado después de “la trifulca”, el director, Christian Capezzone, aceptó oírme, pero me avisó de que el equipo estaba ya completo y que le parecía improbable contratar a alguien más. Me invitó a entrar en el teatrillo para una visita rápida.

zonzon¡Primera sorpresa! Yo no sabía nada de títeres, tampoco de su historia, y ni siquiera me imaginaba que el guiñol pudiera ser algo vivo.  A lo sumo, una extravagancia local, una antigualla, cuyos códigos no me despertaban el menor interés. Christian soltaba su discurso y mis ojos se abrían como platos, dado todo lo que había para ver en aquel teatrillo. Estaba acostumbrado a los decorados colosales, a artilugios complicados y a obras parlanchinas y caprichosas. Allí, descubrí algo diferente, en miniatura y, sobre todo, aquellos personajes de madera silenciosa, guardados ordenadamente unos junto a otros. Cada uno de sus rostros era un sinfín de promesas, de voces, de juegos. Me apoderé enseguida de uno de esos personajes.

¡Segunda sorpresa!

En un abrir y cerrar de ojos había entrado en trance. Me puse a improvisar y a divertirme con aquel pedazo de tilo. Veinte minutos después, me habían contratado.

Durante los siguientes tres años aprendí y descubrí una técnica, sencilla al principio, que se reveló muy exigente y terriblemente física. Por fin el teatro me ofrecía la revancha, ya que, una vez escondido en el retablo, podía representar cualquier papel con independencia de mi color. ¡El de burgués, ladrón, truhán e incluso el de Papá Noél!

Se formó un equipo, y entre cinco montamos en 1994 la compañía de Zonzons, con la peregrina idea de lanzarnos a la carretera.

En nuestro equipo no mandaba nadie, y cada peseta ganada se volvía a invertir en la creación. Nos dimos a conocer en Lyon sin haber actuado. Nuestra red de contactos, el nombre “gracioso” de la compañía y el boca a boca llamó favorablemente la atención del adjunto a Cultura de entonces, pero al mismo tiempo exacerbó los ánimos de la mayor parte de marionetistas locales, con excepción de Daniel Streble que veía en nosotros un potencial relevo.

A los ojos del público, aparecíamos como modernizadores de aquel personaje que muchos habían arrinconado en los cajones de la infancia. Hacíamos sin complejos exactamente lo que teníamos ganas de hacer, sin que nos preocuparan realmente las posibles transgresiones al género, la técnica y el texto. Actuábamos con absoluta libertad.

Por determinadas circunstancias cuyos detalles omito, tuvimos la increíble suerte de que se nos confiaran las llaves del teatro Le Guignol de Lyon en junio de 1998.

A partir de ese momento me apasioné de verdad por aquel tipo de teatro y por el curioso personaje de Guignol, y me juré pasar el testigo en su día, antes de ser demasiado viejo para poder levantar los brazos como se debe.

Y en este punto llegamos al meollo de una historia que sigue viva entre los niños, entre quien alguna vez haya interpretado el guignol, entre esas docenas de utópicos que se esforzaron por hacerlo vivir, primero como un apologista de la modernidad y luego como un símbolo patrimonial de la libertad de expresión.

AuchèrePorque Guignol es un arma tan discreta como eficaz contra el pensamiento único. Todavía hoy, en varios lugares desde Aix en Provence hasta Paris, Guignol se expresa y combate a palos, a menudo solo, contra la injusticia y otras marrullerías de nuestros gobernantes. Dice sin miedo lo que muchos piensan. ¡Es el pueblo!

Es discreto, ya que su hablar sin rodeos motivó que los políticos (de Lyon) lo metieran en un sótano (acondicionado) con objeto de que su palabra no armara demasiado ruido en la calle. Es eficaz, puesto que constituye una de las herramientas de la educación popular y que, a pesar de nuestras estimadas autoridades, los niños aprenden con él a decir no, se implican en sus luchas, y al lado de sus padres (por lo general) se emancipan de las formas virtuales y televisivas, ya que este espectáculo es el único realmente interactivo.

No puedo por menos de aconsejar a todos que se ejerciten en el manejo de la marioneta de guante que obliga a controlar el cuerpo al mismo tiempo que a dominar la voz, siempre que apliquen en ello una pizca de esquizofrenia para tener conciencia de que otra historia diferente a la que estáis viviendo en el espacio escénico se desarrolla más allá de vuestra mente.

En lo personal, le debo mucho a Guignol. No sólo me ha hecho vivir, sino que también me ha llevado a abrazar el mundo alegre y diverso de la marioneta. ¿Y qué decir de Gnafron, su augusto compañero? El es, a mi juicio, el auténtico personaje de este teatro. Cercano a todos, capaz de enfurecerse por una nadería, pero siempre con sentido común y pensamiento crítico. ¡En última instancia, Guignol no es más que el pretexto para la palabra libre de Gnafron! Tengo particular estima por Gnafron. No sólo porque lo he interpretado con fuerza y convicción, ni porque, por mimetismo, me haya convertido más o menos en alcohólico, sino porque, sobre todo, es sencillo y jovial, y sabe hacer felices a los demás a pesar de su condición de gente humilde.

Después de diez años en el teatro, de catorce con la compañía de Zonzons, de unos cuarenta de andar entre bambalinas, y de muchos encuentros, fiel a mi palabra, he pasado el testigo. Mi mayor orgullo será haber sido digno de la misión que se me confió. Haber sabido transmitir a otros más jóvenes la antorcha de la marioneta llamada tradicional, y de haber escrito una página en una historia que se seguirá contando aún y que aún se enriquecerá con los nombres de aquellos que, después de mí, continúan respetando en su fuero interno a un hombre, Laurent Mourguet, a quien un día se le ocurrió inventar el guignol.