Tiene lugar este mes, del 7 al 31 de marzo, el Festival Internacional de Artes Escénicas para Niños y Jóvenes, más conocido como Teatralia, que se celebra cada año en la ciudad de Madrid pero también en muchas otras localidades de la Comunidad. Con dirección artística de Lola Lara, y organizado por la Consejería de Cultura, Turismo y Deporte de la Comunidad de Madrid, Teatralia se ha convertido en uno de los festivales más importantes del país de los dirigidos a públicos jóvenes e infantiles. Y, como suele ser habitual, una gran proporción de los espectáculos presentados tienen mucha relación con los lenguajes del títere y del teatro visual, pues cada día son más las compañías que recurren a ellos para dirigirse a sus públicos.
Dentro del Festival, Teatralia ha organizado unas jornadas dedicadas a Encuentros Profesionales, con profusión de programadores de todos el mundo y especialistas en estas materias, jornadas que han tenido lugar los días 13, 14 y 15 de marzo. Este cronista pudo asistir a algunas de las sesiones, no a todas, y en nuestro afán por mostrar la realidad del sector de los títeres y del teatro visual en España, vamos a reseñar los espectáculos vistos así como el encuentro público que tuvo lugar entre dos grandes personalidades del teatro, como son Suzanne Lebeau y Gervais Gaudreault.
‘Blancanieves’, de Luna Teatro Danza.
Ya conocía otros trabajos de esta compañía española (ver aquí), que dirige el reconocido titiritero Pablo Vergne (creador de El Retablo), y que suele tener a la bailarina Alba Vergne como principal intérprete y coreógrafa.
En esta ocasión, los de la Luna Teatro Danza se han atrevido con el cuento de Blancanieves, un difícil compromiso, pues no es fácil explicar esta historia tan fascinante como cruel sin las acostumbradas edulcoraciones que hoy suele imponer el dictamen censor de la corrección política y cultural. Un reto de los que gustan al equipo, que se ha enfrentado ya a obras como Cenicienta o Alicia, y que, conociendo como conozco a la compañía, sabía que sería tratado con el rigor y la valentía de quien no duda en tomar al toro por los cuernos.
Y desde el primer minuto de la representación, comprendí que la dirección de Pablo Vergne y Adriana Henao habían dado en el clavo al abordar la obra con el recurso más idóneo para amortiguar la crueldad del relato sin rebajarla ni un ápice: la distancia y el deje irónico que suele acompañarla. Una distancia que se logra de un modo simple pero contundente: doblar la voz de la actriz-bailarina que interpreta tanto el papel de Blancanieves como de la Madrastra.
Como si existiera un espejo invisible pero omnipresente en el escenario, réplica simbólica del espejo de la obra donde la Madrastra pregunta quién es la mujer más hermosa, se produce el reflejo sonoro de una voz masculina que repite lo que dicen los personajes. Se repite pero no se calca, porque la voz segunda es masculina, y porque tiene el mencionado deje irónico, incluso a veces algo socarrón, con pequeños cambios por lo general de una ocurrencia hilarante. Una repetición que tiene el efecto de crear un espacio intermedio perfecto para convertir a los personajes en títeres, títeres de carne y hueso movidos por los hilos del relato tradicional, de la ironía y del humor de la segunda voz. De ahí que esta Blancanieves, interpretada por una única bailarina humana que se sirve de algunos muñecos en momentos concretos, sea en realidad un fascinante espectáculo de títeres sin títeres, pues contiene lo fundamental del lenguaje titiritero, que es la distancia y el espacio interior fruto del desdoblamiento.
Este espejo interior invisible -y que por ello afecta más al tiempo que al espacio- consigue también algo muy importante, básico al tratar una obra como Blancanieves: mostrar las dimensiones atemporales arquetípicas del cuento. Estos rasgos invisibles pero omnipresentes que definen las culturas y las civilizaciones.
Y es en este marco dramatúrgico establecido con tanta maestría, donde se desarrolla el juego escénico de Alba Vergne, bailarina versátil provista de mucha gracia y de una enorme capacidad física de transformarse e interpretar diferentes papeles, con el dinamismo y la soltura que requiere este tipo de trabajo. Una labor solista para el lucimiento de la actriz, que tuvo a los niños que llenaban la sala del Centro Cultural Pilar Miró de Madrid absolutamente embebidos y entregados a la obra.
Los aplausos fueron largos y sentidos.
‘Mi padre es un ogro’, por la compañía La Baldufa.
Fue una grata sorpresa asistir a esta representación de la última obra de la compañía leridana La Baldufa, una de las más prestigiosas del país de teatro para público joven, compuesta por actores que recurren en la mayoría de sus espectáculos a los objetos y las sombras cuando no directamente a los títeres. En esta ocasión, se han centrado más en el trabajo de actor pero con un planteamiento que trasluce su conocimiento del teatro visual.
Una obra de impacto es la producción presentada en Teatralia, centrada en un dramático episodio de encierro carcelario y en una difícil relación padre-hijo rota por las rejas y la separación. Una obra de creación coral que sus autores, los tres miembros de La Baldufa Enric Blasi, Emiliano Pardo y Carles Pijuan, más Jokin Oregi, han elaborado con un profundo conocimiento de causa, pues para documentarse y avanzar en la propuesta, no dudaron en presentarse e interactuar con presos de la cárcel local, lo que les dio la seguridad que necesitaban para lanzarse al ruedo.
Obra de pocas palabras y donde todo se entiende por la gestualidad y las imágenes, el drama se despliega en toda su crudeza. Se sirven para ello de una estructura cúbica sin paredes que puede girar sobre sí misma y que nos muestra la celda por dentro que nosotros vemos desde fuera. Podríamos definirla como un retablo al descubierto, pues cuando los actores entran en él, se transforman en los personajes, a los que bien podríamos definir como potentes artefactos emocionales, contenidos y moldeados por las cuatro paredes de la celda. La escenografía de Carles Pijuan, muy bien urdida, permite con mucha agilidad mostrar las distintas secuencias carcelarias que la obra pide.
‘Mi padre es un ogro’ es un trabajo de contención que busca la intensidad expresiva del gesto y la voz, más inclinado al grito y a la insinuación que a la palabra dicha, para incidir en la fibra emotiva de los espectadores, enfrentados a escenas de alto voltaje dramático.
Sorprende el grado de compromiso con la temática que los actores de La Baldufa muestran, sin concesiones a la banalización ni a simplificar los contenidos ni a moralizarlos: se deja que la realidad del drama se explique por sí misma, con toda su carga de desesperación y de impotencia.
Más que teatro infantil o juvenil, nos encontramos ante puro teatro, que es a lo que debe aspirar la interpretación teatral sea para el público que sea. Obra que incomodará a unos y entusiasmará a otros, y que no deja indiferente a nadie. En el Centro Cultural Paco Rabal donde se presentó en Teatralia, con un público compuesto por adolescentes de catorce y quince años de barrios periféricos de Madrid, la respuesta fue de lo más elocuente: los jóvenes espectadores se entregaron entusiasmados a la obra, y cuando al acabar pudieron hablar con los actores, les indicaron hasta qué punto habían entrado en el espectáculo y lo habían entendido todo.
La Baldufa, con una importante obra a sus espaldas de títulos memorables, mostró encontrarse en lo más alto de su carrera artística, seguros de sí mismos, comprometidos con su profesión y con ganas de tomársela muy en serio. Habrá que seguir su recorrido con suma atención.