(Fachada del Teatro La Estrella del Cabanyal)
Ha tenido lugar los días 3, 4 y 5 de mayo, en el popular barrio del Cabanyal, de Valencia, el II Festival de Titelles al Cabanyal. Una iniciativa que surge de la voluntad dinamizadora del Teatro de la Estrella en conjunción con el Teatre Musical sito en el citado barrio, un espacio municipal muy implicado también en una política de desarrollo cultural de la zona. Un Festival en el que Titeresante ha estado presente, invitado este cronista por sus directores.
Cuando se habla del Cabanyal, en Valencia, en España pero también en muchos otros lugares del mundo, se está hablando de un caso que fue famoso en su día por la lucha que mantuvieron sus habitantes con el Ayuntamiento de Valencia, que quiso arrasar el barrio al pretender abrirlo en canal afín de prolongar una avenida que llegara a la playa. Una lucha de grandes intereses inmobiliarios contra la vida de muchas familias que de pronto se veían expulsadas de sus casas. En esta lucha, que acabó bien y fue un ejemplo de movilización popular visto con admiración en todo el mundo, tuvieron un papel muy importante los titiriteros de La Estrella, que habían abierto una sala en el corazón del barrio (ver aquí).
Y es que desde un principio, Gabi Fariza y Maite Miralles, junto a sus dos hijos David y Simón, las cuatro almas que sustentan esta aventura teatral de La Estrella (ver aquí), y a quiénes debemos añadir a las jóvenes Sandrine y Anabel, compañeras de los dos últimos, han tenido claro que Teatro y Vida van juntos. Unos titiriteros que no se arredran ante las dificultades y las batallas, y que no dudan en embarcarse en proyectos empresariales que, en el campo del teatro, siempre se traducen en trabajo, trabajo y más trabajo, más el par alegría/sufrimiento. En efecto, La Estrella posee hoy dos teatros en Valencia, el del Cabanyal y el de la Petxina, ambos en constante funcionamiento, y provistos de una atractiva programación abierta y centrada básicamente en el teatro de marionetas en su más amplia expresión.
El Festival se abrió el viernes 3 de mayo con la compañía Dromosofista, que presentó su espectáculo ‘Historieta de un Abrazo’ (vean aquí), un precioso trabajo de esta pareja de grandes artistas que son Rugiada Grignani y Facundo Moreno. Aunque no pude asistir a la representación, si me gustaría citar unas palabras que escribí sobre ellos, a modo de resumen de un trabajo que según supe llenó el Teatro de la Estrella y maravilló a los espectadores: ‘Los dromosofistas -vocablo que deriva de las palabras griegas “dromo” y “sofía”, respectivamente “calle” y “sabiduría”- aplican al pie de la letra los significados de su denominación: el dominio del oficio, la sabiduría humilde, que se aprende en la calle. Pero cuando el oficio se impregna de sutileza y de inteligencia, entonces se convierte en arte y su humildad lo catapulta a las alturas. Esto es lo que ocurre con “Historieta de un abrazo”, el espectáculo de dos jóvenes titiriteros cuya sorprendente exquisitez es de las de potente recorrido’. Un recorrido que, como hemos visto desde Titeresante, está alcanzando cotas de gran altura (ver aquí)
Pasacalle por el Cabanyal.
Nada mejor, para publicitar los espectáculos del Festival en un barrio popular como es el Cabanyal, que realizar un pasacalle, desde la humildad pero con las esencias vitales básicas de lo que es la agitación artística en la calle: música, máscaras, muñecos y mucho movimiento. Este compromiso sería resuelto en cualquier lugar con cuatro instrumentos y un tambor, una dulzaina por ejemplo, o una gralla en Cataluña, y para de contar. Pero atención, nos encontramos en Valencia, un lugar donde la música de calle, interpretada por bandas, está en el mismo ADN cultural de la gente. Se ha convertido ya en un tópico decir que una buena parte de los instrumentistas de viento que tocan en las mejores orquestas de Europa son valencianos, por una simple razón: aquí, la mayoría de los niños aprenden desde muy temprano a tocar un instrumento para integrarse de inmediato en una banda. Cada ciudad, cada pueblo, por pequeño que sea, tiene su banda, o sus bandas, con la correspondiente escuela de música, o escuelas. Y no hay fiesta que se precie que no cuente con el desfile de bandas de música, las propias del lugar más las invitadas, si el presupuesto da para eso.
En el pasacalle del Cabanyal actuó la Xaranga La Peris Llapicera, pequeña pero, cuidado, compuesta de ocho músicos: tres percusiones (bombo, caja y platillos), dos trombones de varas (uno de ellos también saxofonista), una trompeta, dos saxofones y un clarinete. Todos ellos con un excelente dominio del instrumento y dueños de un amplio y animado repertorio, que incluía algún tema cantado. Pero lo mejor de todo es que consiguieron levantar un verdadero sonido de banda, de los que exalta los espíritus, obliga a la gente a seguirlos, y saca años y ánimos al más taciturno de la calle.
Junto a la orquesta, los organizadores de La Estrella repartieron máscaras entre los niños y los mayores que acudieron a la llamada ancestral de la música y los tambores. Ellos mismos llevaban máscaras y cabezudos, también algunos muñecos agarrados al cuerpo del manipulador y, lo más importante, un número de dos esqueletos de tamaño algo más grande que el natural, llevados por un señor situado en medio de los mismos, envuelto por lo que podría ser una doble sombra en blanco de la Parca. Gabi Fariza era el nombre del portador, el director de La Estrella, disfrazado de persona normal y corriente, con un simple sombrero para protegerse del sol, y gozando del más genuino humor titiritero, que como todo el mundo sabe, es el que tiene que ver con la Muerte. Dos esqueletos que repetían gesto por gesto lo que hacía el portador, indicando que por mucho que bailemos y nos alegremos en esta vida, al lado dos señoras muy coquetas algo delgaduchas nos acompañan sin jamás perdernos de vista. Lo de que sean dos en vez de una debe ser una cuestión propia de la Modernidad: ante la trivialidad banal de nuestra época, mejor dos Muertes que una, para que una vigile a la otra, no sea que decida una de ellas irse de parranda y olvidarse de su misión.
Fariza parecía entender a las señoras perfectamente, pues entre los tres hubo una perfecta sincronía de gestos y miradas. No sólo eso: creo que la relación era tan buena, que más que él llevar a ellas, parecía más bien que ellas lo llevaban a él, ¿cómo explicar sino que el señor Gabi estuviera bailando con los dos muñecos colgados de los hombros durante las dos horas que duró el pasacalle? Por mucho que vaya al gimnasio, pocos humanos de su edad podrían aguantar semejante ejercicio. Y lejos de estar cansado, parecía, por el contrario, cada hora más relajado, fresco y ufano, mientras los dos esqueletos mostraban la palidez patética de sus rostros y huesos, con el cansancio de muchas vidas encima.
Se demostró con este simple número el poder catártico que tienen los muñecos, especialmente en la calle, cuando están poseídos por la música y por la exaltación colectiva del rito. Igualmente se confirmó el poder curativo y regenerador de la Muerte asociada a la Fiesta, que los mexicanos tan bien conocen, y que ocurre cuando los humanos conseguimos separarnos de ella y la ponemos enfrente, para mirarla cara a cara y conocerla así mejor. ¿Pues acaso no es la paradoja de estar vivos y muertos a la vez, esta condición definitoria de lo que es un títere, lo que nos define también a nosotros, los humanos? Atención: sólo si somos conscientes de ello, por eso hay que mirarla de vez en cuando y por ello es tan importante que los titiriteros la saquen cada dos por tres en la calle o en los retablos.
De todas estas cuestiones habló el pasacalle de La Estrella, que circuló por las calles del barrio, se metió dentro del Mercado, creando un terremoto sonoro de mil diablos, con los esqueletos bailando entre las paradas de frutas, verduras, carne y pescado, tan muertos estos como las dos Parcas bailarinas, aunque más mustias y menos musicales. Todavía dio una gran vuelta hasta alcanzar la calle de la Reina, para por fin acabar frente al Teatro Musical, cuando la calle Rosari se abre en una plazoleta que cuenta también con la iglesia de la Parroquia Nostra Senyora del Rosari, que da nombre a la calle. Una plaza importante para el Festival, no sólo porque allí está el Teatro Musical, una de sus sedes, sino porque también era el lugar donde se haría el espectáculo al aire libre de la compañía Tanxarina el domingo.
Muy conseguidas también, y celebradas por el público, fueron las dos brujas que David Fariza sacó al final del pasacalle, frontales pues estaban hechas para actuar en el musical de la tarde frente al público. El paso de baile que puso al conjunto fue de lo más acertado, al crear una cadencia de movimientos creíble y adecuada a los personajes. Un complemento mitológico con referencia al mundo de los cuentos, quizás llamadas por las dos muertes bailarinas, necesitadas de alguna pócima regeneradora.
‘Cristóbal Purchinela’, de Alauda Teatro.
Tras el pasacalle y una vez los cansados artistas se hubieron recuperado de sus esfuerzos con una memorable comida en el bar restaurante La Flor, conocido por sus desayunos pantagruélicos, el Festival continuó en el Teatro La Estrella del Cabanyal con el espectáculo ‘Cristóbal Purchinela’ de la compañía de Burgos Alauda Teatro.
Nos encontramos ante una de las compañías más refinadas de las que practican el títere tradicional, no sólo por el dominio de Rafael Benito en la talla de madera, con preciosas marionetas salidas de su mano -son conocidos sus cursos periódicos sobre construcción de títeres de madera, que realiza en su casa taller, que también es teatro, el Teatro La Realidad, en las Merindades, Burgos-, por el buen gusto en las escenografías y en el mismo retablo de su Cristóbal, y por el acompañamiento musical en directo de Isabel Sobrino, violoncelista y también organillera y percusionista para los efectos sonoros de la función.
Todo ello configura el marco en el que se sitúa la versión que Benito nos ofrece del clásico Don Cristóbal, un personaje del que, como es bien sabido, sabemos poco, y que por ello nos da licencia para inventarnos una tradición que ya no existe. Se trata sin duda de una de las grandes ventajas de disponer de viejas tradiciones desaparecidas: lloramos su pérdida, pero nos alegramos al saber que gracias a esta desmemoria somos libres para enfocar el personaje según mejor se nos antoje.
Por supuesto, los titiriteros que se interesan por estos personajes arquetípicos de los teatros de títeres populares europeos, intentan basarse en las vetas que nos parecen más interesantes de lo que sabemos de ellos. Una de estas vetas es el tema del huevo y de la gallina, muy utilizado por el Pulcinella napolitano, pues son varias las historias que relacionan al personaje con una gallina, por su hablar chillón con la lengüeta, y también por el cómo se reproducen estos animales, poniendo el huevo que incuban. Pero lo importante es la pregunta que suscita: ¿qué es primero, el huevo o la gallina? Una forma bonita de indicar que su origen se pierde en los confines del Tiempo, allí donde nacen los seres primordiales que surgen de la nada o del Misterio o de un huevo. Pulcinella, al nacer de un huevo, según cuentan estas tradiciones napolitanas, participa de esta incertidumbre en el origen, lo que le da la fuerza suficiente e indispensable para instituirse como arquetipo celebrado, como pequeño mito o incluso pequeño dios efímero, de los que nacen y mueren en cada función.
Alauda Teatro acoge esta temática que desarrolla con la figura de una gallina y de cómo Don Cristóbal se relaciona con ella, hasta que acaba desplumada y en la cazuela. Hilarante número del que Benito consigue sacarle mucho jugo, y que le sirve para introducir a otro de los personajes típicos de la tradición, el cocodrilo, tan hambriento como Cristóbal. Pero la gallina y el huevo servirán de aviso para que al final surja el verdadero tema del origen cuando, tras un baile con Rosita, Cristóbal queda embarazado. Pone su huevo, y de él salen… ¡cinco pequeños Cristobitas! Tan peleones y diablos como el padre.
Pero no nos adelantemos y veamos como en el inicio hay una escena de Don Cristóbal con su padre. Padre adoptivo, pienso, o quizás sea el sueño de un padre que jamás tuvo, pesadilla más bien, pues la Muerte se lleva al viejo progenitor. He aquí el otro gran tema de la tradición, la lucha con la Muerte, que Don Cristóbal debe ganar y gana siempre, pues por algo es inmortal, como sucede con todos los que nacen de un huevo y no son animales (condenados estos a la cazuela): los dioses primigenios, por lo general.
Otra escena también es un sueño: Don Cristóbal encuentra a un doble de sí mismo. La dualidad básica del teatro de títeres se encarna aquí en un doble que le desafía y con el que se bate a garrotazos. Creo que lo podríamos definir como un disfraz de la Muerte que se le presenta mimetizado en su propia figura. Desde luego, cada espectador puede pensar lo que quiera, al tratarse de un sueño. Para mí, es la encarnación narcisista de esta dualidad propia del muñeco: un objeto que está vivo y muerto a la vez, pues aunque esté muy animado y tenga mucha vida, no deja de ser un trozo de madera. Cristóbal sabe que está hecho de madera, y que su vida es pareja a su naturaleza muerta, pero se resiste a esta amarga realidad y prefiere el reflejo especular: se gusta y se admira, aunque luego los bastonazos lleguen para recordarle que está viviendo una oposición. La sublima musicalmente: el precioso organillo de madera que Isabel Sobrino hace sonar le incita a jugar con los tambores y los gongs que cuelgan a modo de ciclorama sonoro.
Hasta que finalmente llega la Muerte de verdad. La verdadera batalla empieza. Pero la dualidad eterna del títere se impone, y Cristóbal vence a la Muerte, por una razón muy simple: quién sabe que ya está muerto, no puede morir dos veces. El truco para vencer a la muerte no es la cachiporra, sino la conciencia: saberse doble, vivo y muerto.
De todo ello habla este espectáculo. La estética preciosista de los títeres y del retablo, con pinturas de Jerónimo Bosch, y la calidad musical del chelo de Sobrino más el organillo de factura alemana que suena a órgano de madera, nos conducen a un contexto de reflexión distanciada y filosófica: mientras los niños avisan al héroe de que llega el cocodrilo o la muerte o el gendarme, los adultos nos dejamos llevar por nuestras ensoñaciones reflexivas sobre temas lejanos y bizantinos: la Muerte, el Huevo, el Doble, el Tiempo, el Mito, el Eterno Retorno…
Todo un lujo que los de Alauda Teatro pusieron a disposición del público, en el entrañable espacio teatral de La Estrella.