(Gioppino, de Benedetto Ravasio)
Continuamos en esta segunda crónica con nuestra visita al recién inaugurado Museo del Burattino de Bérgamo, creado por la Fundación Benedetto Ravasio, instalado en el cuarto piso del Palacio della Provincia, en el mismo centro de la ciudad baja, no lejos del nuevo Ayuntamiento. (Lean aquí la primera crónica).
Conviene aquí detenerse en la calidad excepcional de las piezas expuestas en el Museo, un compendio de figuras de talla de madera que ilustran a la perfección el teatro que se hacía -y que se sigue haciendo con los cambios propios por la época- en la región bergamasca durante todo el Ochocientos y buena parte del Novecientos.
Sorprende la nobleza, el peso y el tamaño de las cabezas, tan diferentes de los guaratelle del sur de Italia y también de la mayoría de tradiciones europeas. La razón se explica en parte, no sólo por la importancia y la popularidad que siempre tuvo el teatro de títeres en el Norte de Italia, lo que exigía muñecos grandes capaces de satisfacer la visión de públicos numerosos, sino también por el peso que tenía el texto en las representaciones. Eran marionetas hechas para hablar, al haber heredado en parte las obras que antes de la invasión napoleónica representaban los actores de la Comedia del Arte, pues bien sabido es que Napoleón prohibió el uso de las máscaras en el teatro de personas, pero no en el de títeres.
La otra razón es la gran cultura que siempre rezumaron las ciudades italianas, acostumbradas a ser importantes centros de arte con longevas tradiciones artesanales. En el caso de Bérgamo, su pertenencia a la República de Venecia desde 1428 hasta 1797, le permitió vivir bajo el poderoso influjo de este exuberante y rico centro de arte y de progreso.
Como decíamos en el anterior artículo, fueron bergamascos dos de las más importantes máscaras de la Comedia del Arte, los zanni Arlechino y Brighella, que los venecianos no tardaron en hacerse suyos. Y ya en el siglo XIX, nace el otro personaje que realmente podemos considerar como el más genuino y popular representante de la ciudad: Gioppino.
Gioppino y el misterio de los tres bocios.
Gioppino encarna el orgullo bergamasco. Como me contaron Sergio Ravasio y Danielle Cortesi en 2014, es un personaje fuerte, juicioso, pueblerino, simple pero inteligente, satisfecho y seguro de sí mismo. Habla con el acento local y por supuesto con el dialecto bergamasco (considerado como una lengua por sus hablantes), siendo uno de sus rasgos más comunes jugar con los equívocos: doble sentido de las palabras y deducciones disparatadas, que confunden al adversario y hacen partir de risa al público.
Usa con gran destreza la cachiporra -nadie puede con su fuerza, ni el Diablo ni la Muerte, algunos de los pararrayos habituales de sus iras-. Goza de una extravagancia única en el mundo de los títeres populares: sus tres magníficos gocios en el cuello, que exhibe con orgullo, pues en ellos guarda sus reservas de energía, sabiduría y buen juicio. Sus ‘patatini’, como le gusta decir. Su otra característica podría entrar más en el apartado de los defectos: su irrenunciable pereza. Odia trabajar y, cuando puede, se echa a dormir, a roncar y a soñar, algo insólito, y a la vez, lógico, en un pueblo como el Bergamasco, con tanta fama de trabajador duro..
¿De dónde vienen estos bocios? La explicación más usada es que en la región de los Alpes, en los valles que bajan al llano donde se alzan las ciudades, existió desde siempre una carencia de yodo en la alimentación, lo que explica que hubiera muchos casos de bocio endémico en la población campesina. Al caracterizar a un personaje que quería ser un genuino representante del pueblo llano, se comprende que la inventiva popular le pusiera los tres bocios.
Asociar los bocios a fuerza, energía y poderío hace inevitable que se los asociara también a la idea de tener tres testículos, como si la causa de su fuerza y vigor fuera disponer no de dos, sino de ¡tres cojones! (con perdón). Algo que encajaba, por otra parte, con el imaginario colectivo de los bergamascos: uno de sus personajes más emblemáticos, queridos y representados, el condotiero Bartolomeo Colleoni (1395-1475), al servicio intermitente de Venecia, Milán y de nuevo Venecia, tenía como escudo de armas tres vistosos testículos, pues según cuenta la leyenda, sufría de esta rara enfermedad llamada poliorquidismo, por la que se tienen más de dos testículos.
Una imagen muy visible en la ciudad, especialmente en la famosa capilla Colleoni, donde se encuentran las sepulturas de Bartolomeo Colleoni y de su hija Medea, obra construida entre 1472 y 1476 por el arquitecto Giovanni Antonio Amadeo donde antes se encontraba la sacristía de la vecina iglesia Santa María La Mayor. Se exhibe el escudo de armas con los tres testículos en la hermosa reja que protege la entrada de la capilla. Por lo visto, muchos ciudadanos acuden todavía hoy (como hice yo) para tocarlos, convencidos de que otorga fuerza, energía y juventud.
Volviendo a nuestro personaje, sus tres bocios vendrían a ser algo así como: ‘este Gioppino tiene sus tres coglioni tan bien puestos, que los lleva a la vista y subidos al cuello…’
Los camalli.
Otro tema a considerar sobre el personaje, es el contexto social en el que nace: la fama que siempre han tenido los bergamascos de ser el pueblo más trabajador, fiel y resistente de toda Italia. Los portadores y descargadores de los muelles, tanto de Venecia como de Génova, fueron siempre gente de Bérgamo, los llamados camalli, de cuya palabra proviene el término camàlic en catalán, con el mismo significado: el que lleva una carga encima.
Constituían por lo visto -según me contó Alberto Bagno en mi primera visita a la ciudad- una comunidad muy organizada cuyas cooperativas han llegado hasta nuestros días, desprovistas por supuesto de la enorme importancia que tuvieron durante siglos. Tal era su fama de incansables y honrados trabajadores, que muchas mujeres de Génova venían a parir a Bérgamo para que sus hijos tuvieran opciones de pertenecer algún día a los ‘camalli’. Grandes y rudos trabajadores, con fama de ser tan honrados como juiciosos.
No cabe duda que Gioppino encarna, en este sentido, el prototipo de partida de los camalli, mientras que su pereza insoslayable quizás sea el lado oscuro o informal del típico bergamasco trabajador incansable, una sombra aceptada como algo propio y entrañable, y muy querido por el pueblo.
Otras máscaras y personajes.
Nos hemos detenido con Gioppino para rendirle nuestra obligada pleitesía, dada la centralidad que ocupa en el panteón titiritero del Museo, pero son muchos los otros personajes que vimos expuestos en la primera muestra de los fondos del Museo del Burattino.
Por un lado, están los más arcaicos de la tradición de la Comedia del Arte, como Arlechino, Pantalone, Colombina, Brighella, Il Capitano, Tartaglia o Il Dottore Balanzone.
Pero también hay una buena presencia de las ‘máscaras’ posteriores que aparecen ya sin máscara (recuerde el lector que en Italia se llama ‘máscara’ a los personajes tradicionales de la Comedia del Arte, tanto los de la primera época que llevan máscara como los posteriores a Napoleón, que no la llevan).
Importantes son la mención y el reconocimiento a algunas de las historias más representadas y queridas por el público y por los titiriteros, como la historia del brigante Pacì Paciana.
Otra de las obras más representadas es ‘Ginevra deghli Almieri e La Sepolta Viva’, bien conocida por la compañía de Benedetto Ravasio. El interesado puede ver la crónica que hicimos sobre esta obra interpretada por la compañía ampliada de Romano Danielli en Pordenone en mayo de este mismo año (ver aquí)
Igualmente estaban representados algunos de los personajes de otra obra famosa, ‘Il fornaretto di Venezia’, obra de Francesco Dall’Ongaro estrenada en 1844 por la compañía Gustavo Modena.
Y por supuesto, no podían faltar los personajes de Otello o de Don Giovanni.
¿Pero qué sería una obra de títeres populares sin sus demonios, sus curas y monjes, sus esqueletos tenebrosos, o los terribles monstruos que habitan en las pesadilla?
Complementos todos ellos indispensables a los alambicados y a veces truculentos copiones que constituían el repertorio habitual de las compañías.
Es por ello que el Museo dedica un buen espacio a mostrar no sólo algunos de los libretos o copiones conservados por la Fundación Benedetto Ravasio, sino también una buena colección de armas y otros elementos de atrezzo usados por los títeres.
En la próxima crónica hablaremos de la Fundación Benedetto Ravasio, del gran maestro que le ha dado nombre, y de la representación realizada por la compañía Zanubrio Marionetas