El Festival de Marionetas y de Formas Animadas de Lisboa ha presentado este sábado y domingo (12 y 13 de mayo) varios espectáculos de impacto difíciles de encontrar en los festivales que suelen representarse por la Península. Me refiero a obras como “Tête de Mort”, del francés Jean-Pierre Larroche de Les Ateliers du Spectacle, y las dos obras creadas por Misha Twitchin a partir de textos de Samuel Beckett y que ha contado con la colaboración como actriz de Penny Francis en la segunda de las propuestas. Igualmente hemos visto el estreno de dos jóvenes titiriteras, ambas en registros muy diferentes: Sara Henriques con el tradicional Dom Roberto, y la italiana Costanza Givone con la obra “Salomé perdeu a luz”, de creación propia.
Tête de Mort
Fue una delicia y todo un escalofrío presenciar este espectáculo complejo, profundo, divertido y trágico a la vez, de Jean-Pierre Larroche junto con su compañía Les Ateliers du Spectacle. Lo comprenderá rápidamente el lector si le indicamos que el protagonista absoluto de la obra no es otro que la Muerte. Una Muerte que ya desde su primera aparición, a pesar de ser un títere de guante, se nos presenta profundamente inquietante: su hablar inconexo pero a la vez de una lógica implìcita aunque oculta, una especie de balbuceo que no es tal sino un girar sobre si mismo en una especie de estilo tautológico que simplemente se afirma como lo que es: banal y pesadamente monotemática pero por eso mismo trágica e inevitable. La Muerte sorprende, pero tampoco es niguna novedad, puesto que siempre surge y aparece del mismo modo, llevando a su fin todo lo toca. Es tan monotemática que ella misma se hace sujeto y objeto de si misma. Mata y muere, para volver a matar y morir sin cesar. Su función tautológica la convierte en doble, se hace espejo de si misma, y por lo tanto espejo de sus víctimas, ella es la que llega y anuncia el final, pero también es la que muere en el sujeto escogido para morir. Todos somos la muerte, es una de nuestras caras que llevamos escondida tras las otras muchas máscaras de nuestra existencia. Al final, cuando caen todas, surge la tautológica, la que es siempre igual para todos. La Muerte, esta gran democrática, nos iguala.
Sobre esta idea, monta Larroche su espectáculo a modo de una curiosa comedia macabra, inspirándose al parecer en las Danzas de la Muerte medievales. Pero más que bailar, la muerte se desdobla y multiplica en sus víctimas, hasta dominar todo el escenario, tras llegar a una apoteosis mortal y funeraria, mostrando su carácter divertido pero vulgar de destructor sórdido: su acción crea residuos, escombros acumulados de lo que ha sido la cultura de los vivos. También en su haber está la pala del enterrador, que al cavar lo hace sobre montañas de residuos de restos mortales acumulados a través de los siglos.
Pero todo ello se hace con un orden y una lógica que vienen marcados por la misma presencia del director, Jean-Pierre Larroche, subido en una silla en lo alto de una escalera, desde dónde juega a desdoblarse en el personaje que hace surgir tras dibujarlo en un papel: la Muerte. Hay un constante proceso de desdoblamiento en el que intervienen las pinturas del director-escenógrafo, un espejo que refleja al público y que le sirve para pintarlo como una suma de claveras, mientras las figuras que se han independizado y cobran vida como títeres hacen de las suyas, cada vez más metidas en su papel.
El espectáculo tienen tanto de divertido como de inquietante. Hace sonreir pero la sonrisa se te congela en los labios, pues el efecto espejo funciona con el público, y cada espectador se ve reflejado en la máscara de la muerte que no para de ejercer su doble función de matar y morir, morir y matar.
Si a todo ello le sumanos una manipulación veraz e impecable, más algunos gags y efectos sorpresa muy logrados, se comprenderá que el espectáculo suba todo lo que le es permitido subir y arrastre al espectador hacia una catarsi de vitalidad mortuoria que es la que vive la Muerte ejerciendo sus labores tautológicas: vivir es morir, morir es vivir…
Misha Twirchin y Penny Francis
Los dos ejercicos de composición dramatúrgica creados por Misha Twirchin a partir de una selección de textos de las obras de Beckett “What where” (Qué dónde) y “Ill seen Ill Said” (Mal visto mal dicho), resultó ser una experiencia insólita y profundamente poderosa gracias a su desnudez escénica y a la profunda atmósfera de melancolía y de paso del tiempo que transpira.
Tal vez sea el tiempo, su percepción y expresión a partir de las simples manos y de unos pocos objetos, la temática principal de las dos propuestas, diferentes pero complementarias en cuanto a la atmósfera recreada y a los efectos buscados. Por un lado angustia, la que surge de la melancolía que da la inminencia del final próximo. Impotencia de unas manos atrapadas por el tiempo, representado por una madera que parece tener a las manos prisioneras a ella, o por una maleta cuyo contenido constituye un universo del que las manos no pueden desprenderse, cuyos únicos contenidos son dos: un espejo, para poder apreciar en uno mismo las marcas del tiempo, y un pañuelo que parece servir únicamente como secadero de lágrimas, o para entretener a las manos inquietas ante el vacío que se acerca y se apodera de ellas. Vacío melancólico, angustia del tiempo que es vivido como pérdida, como vacío acumulativo.
Lo fascinante del trabajo de Twirchin es que el discurso escénico se construye sumando unos niveles distintos de significación que no tienen niguna relación entre si. Los textos seleccionados de las dos obras de Beckett no tienen nada que ver con las manos ni con el tema de la edad o de la vejez o del tiempo que pasa. Tampoco puede decirse que la música que suena, fragmentos de piano de Shubert, de Bach y de Brahms, tengan relación alguna con lo que parece ser la temática de la obra. Y sin embargo, en esta combinación de una banda sonora que incluye los citados textos y músicas, ambos manipulados con bucles y repeticiones, más la imagen de las manos atrapadas en sus objetos, el espectáculo consigue crear una poderosa atmósfera de tiempo pesado, de melancolía por lo que se fue y ya no volverá, de impotencia ante la fatalidad. Ayuda la iluminación tenue que sólo deja ver las manos que muestran signos de una cierta desesperación, agarradas a lo que parecen sus últimas tablas de salvación.
Tanto el trabajo de Twirchin en la primera obra (The Field of Memory) como el de Penny Francis en la segunda (The Zone of Stones) son impecables en su mutismo y desnudez interpretativa. Penny Francis, que protagoniza la más larga de las dos piezas y cuya presencia física es la más explícita, consigue un difícil grado de concentración total para dejar a las manos todo el protagonismo. Manos de una señora de ochenta años tal como exige el guión. La teoría de los títeres dice que el sujeto actor debe neutralizarse para dejar al objeto convertirse en el verdadero pratagonista: ello se cumple aquí a rajatabla. El resultado nos indica que toda una vida de reflexión sobre los títeres, como lo es la de Penny Francis, no ha sido en balde: su trabajo en la madurez es un precioso broche de oro a una carrera que ha convertido sus manos en unas útiles herramientas para el escenario. ¡Felicidades!
“Salomé perdeu a luz”, de Costanza Givone
Con esta obra absolutamente personal, esta joven creadora italiana, actualmente residente en Lisboa, ha presentado una obra que fue finalista del Premio Scenario 2011 (Italia).
Su trabajo parte del personaje de Salomé: mujer deseada, conformada por los deseos de cuántos la admiran y desean, encuentra en Juan el Bautista un rostro de verdad, el que le habla por fin de si misma. Ante la indiferencia del agraciado, pide su cabeza a Herodes, obligado éste por una promesa a satisfacer sus caprichos. Conseguida la cabeza, se inicia el proceso de desmembramiento de su identidad, hasta conducirla a la locura, deshecha en una multiplicidad que corresponde a la de los tiempos actuales.
Lo genial y más interesante de la propuesta es el juego de desdoblamiento e identificación que Salomé efectúa con la cabeza del Bautista, hecha de barro y que tanto se parece a ella. Desdoblamiento y proyección de su propia identidad en el objeto sin vida de la cabeza cortada. Objeto, por lo tanto, sometido al deterioro del tiempo –de la putrefacción, podría decirse– y, por ello mismo, condenado a fragmentarse, a deformarse, a perderse en identidades de “bricolage” hasta el descontrol de la locura. Locura que es fragmentación absoluta de la identidad. Las luces referenciales que nos guían en nuestro ser social acaban desplomándose en el desorden y en el barro de lo informe.
El título indica que Salomé perdió la luz. Es decir, perdió la libertad de tener una identidad propia, no impuesta por los demás. La cabeza muerta del Bautista es la vela apagada de su identidad extraviada, con la que locamente se identifica. Se plantea así un tema de mucha actualidad, como es el deterioro real de tantas personas que viven identidades fabricadas por otros, máscaras frágiles que acaban rompiéndose o deformándose con los años. Identidades que pueden llegar a una fragmentación disparatada y aleatoria, hasta la misma locura.
El montaje tiene la gallardía y el poderío de tratar una temática de gran calado, que coincide además con uno de los temas básicos de la dualidad marionetística, tan propio de nuestra época, aquí magníficamente encarnado en la cabeza de barro del Bautista que se convierte en la suya para irse deformando hasta convertirse en un simple alimento indigerible, un veneno que la acaba matando por hambre identitaria.
Obra primeriza y que adolece de algunas inconcreciones aun por definir, consigue entrar con fuerza y una gran valentía en las profundidades de nuestra psique humana para dar cuenta de algunos de los asuntos más actuales y dolorosos de los actuales tiempos de fragmentación y multiplicidad identitaria.
El Dom Roberto de Sara Henriques.
El Festival dio la alternativa, como se dice en el lenguaje tauromáquico, a una nueva titiritera de Oporto con el tradicional Dom Roberto. Venía amparada ni más ni menos que por la compañía Teatro de Marionetas do Porto, creada y dirigida hasta su muerte por Joao Paulo Cardoso, quién fue a su vez el recuperador del personaje de Dom Roberto, tras recoger el legado de la tradición de las manos de Antonio Dias, uno de los últimos maestros en practicar este tipo de teatro popular allá en los años setenta.
Con marionetas creadas por Rui Pedro Rodrigues, Sara Henriques presentó dos de las historietas más conocidas y aplaudidas del Dom Roberto de Cardoso: O Barbeiro y A Tourada. Dos clásicos que exigen un buen dominio de la lengüeta y de la manipulación. Sara Henriques demostró conocer muy bien los trucos y el lenguaje secreto de los títeres del Dom Roberto: manejó con velocidad y supo ganarse el favor del público que rodeaba el pequeño retablo en una esquina del Jardím da Estrela. Hay que decir que se trataba de un estreno absoluto, es decir, se enfrentaba al respetable por primera vez, y eso se notó como es lógico, pues bien sabido es que un espectáculo de títeres, sobretodo si está basado en los juegos de manipulación, requiere un número alto de funciones para encontrar su ritmo, sus pausas y el aplomo imprescindible. El señor Harry H.Tozer calculaba un mínimo de veinte funciones con público antes de dar por acabado el rodaje. Yo le añadiría unas cuantas más en este tipo de teatro popular, aparentemente muy sencillo, pero que resulta de los más difíciles de dominar con verdadera maestría.
En este sentido, no hay duda que Sara Henriques dispone de las herramientas necesarias e indispensables, y que tras el correspondiente rodaje, nos deleitará con trabajos de alto voltaje. Tiempo al tiempo para esta joven promesa que puso el listón muy alto, tratándose de una primera función con público.