(Imagen de la Biblioteca Imaginaria, de Esteban Villarrocha. Con Pablo Girón y Azucena Roda, producción del Teatro Arbolé. Foto compañía)
Ahora que el inexorable paso del tiempo me permite distanciarme de la gestión cultural, que ha sido mi actividad durante más de 40 años, puedo hacer un análisis reflexivo del proceso vivido por la cultura y las políticas que la sustentan en estos años, años vividos muy intensamente pero que parece que desembocan en un páramo cultural desolador.
Mi generación sabe que hubo una época en la que la cultura contaba con prestigio social, esa época en la que leer formaba parte del proceso educativo y en la que los conocimientos culturales otorgaban distinción, era escudo de honestidad y decencia,
Fueron momentos en el que las clases trabajadoras que deseaban incorporarse a una sociedad no manual, junto a las clases medias que pretendían asentar su posición y las clases altas que deseaban justificar su lugar privilegiado, recurrían a la relevancia social de la cultura como elemento legitimador, la cultura cumplía con su papel en el ascensor social. Fueron años donde la escuela pública por fin permitió el acceso gratuito a la universidad pública de los hijos de las clases trabajadoras.
Durante los años sesenta y setenta del S.XX, fruto del auge económico, los gobiernos occidentales apostaron por políticas educativas y culturales que asentaron las trayectorias de un conjunto de profesionales que ocuparon una posición intermedia entre las clases trabajadoras y la burguesía tradicional. La pequeña burguesía cultural se amplió mediante la creación de empleos públicos y privados ligados a la educación y la cultura: desde asalariados del sector educativo (profesores y docentes) hasta artistas de diferentes áreas (audiovisual, literaria, musical, etc.), pasando por el personal ligado a la gestión cultura (agentes, trabajadores de soporte (técnicos), especialistas, periodistas, etc.), los empresarios culturales, las firmas y los trabajadores del sector social o los expertos académicos. Esa clase social basaba su influencia social mucho más en el capital cultural que en el económico, y a menudo la posesión del primero suponía un aumento del segundo. La cultura daba prestigio social y político.
Estas nuevas clases medias encontraron acomodo en la esfera política, en especial en la izquierda progresista. Una parte de ellas, además, participó activamente en política y ocupó cargos públicos municipales o regionales. Los primeros años del S.XXI fueron el momento en que tuvieron un mayor auge estas políticas. Con su presencia, también cobraron relevancia en la esfera institucional nuevas ideas vinculadas a los movimientos sociales, desde el feminismo hasta la ecología, surgían nuevos retos y la actividad cultural era un eje fundamental para asentar esas nuevas ideas.
Esa época se termina en la década pasada, a partir de la crisis de 2008, cuando nuevos modelos de pensamiento se imponen. Las formas de gestión emanadas de criterios economicistas, se imponen y conducen a la eliminación de puestos de trabajo institucionales, a los recortes en el ámbito educativo y cultural y a las transformaciones en la forma de relacionarse con la cultura (la irrupción de la cultura digital), la cultura se convierte en un elemento de atracción turística mucho más que un asunto educativo y formativo. El empeño en dar a la cultura un valor económico y no social. Surge el concepto de industria cultural y se pretende ver la cultura como un recurso y no como una inversión. La mal llamada época del emprendimiento.
Steve Jobs con su rival y amigo Bill Gates durante la conferencia «D-All Things Digital» de 2007. Foto Wikipedia
Al mismo tiempo, su influencia social decae: esa pequeña burguesía se caracterizaba por un conocimiento cualificado de las formas culturales, y por tanto de una mirada experta, que señalaba cuáles eran las expresiones a las que los interesados en la cultura debían acercarse. Ya no era la época en que esa clase podía imponer un canon, porque era el momento del emprendedor era más importante tener que ser. Comenzaba La era de las redes sociales que ayudó en buena medida a que ese giro se produjese. La pérdida de influencia social del crítico especializado es un buen ejemplo de esa decadencia de la cultura como bien de relevancia.
En nuestro país hubo un desarrollo cultural intenso en los años ochenta, ligado a la politización que supuso la Transición, y que exhibía un marcado perfil intelectual. En los ochenta del S. XX, cuando se desarrolla esa estructura de puestos culturales en España de una manera más sólida, es ya la época en que se apuesta desde los poderes públicos y desde los privados por una lectura más festiva de la cultura. La movida es un ejemplo obvio de esa situación. Del mismo modo, la conexión de la cultura con la política se hizo evidente. Asistimos a la recuperación de las fiestas populares.
Sin embargo, el caso español resulta interesante a la hora de analizar qué ocurrió cuando la burguesía cultural inició su declive, ya que ha tenido consecuencias en diversos órdenes de la política y de la sociedad española. Lamentable toda una generación que en los ochenta lideró un cambio cultural de gran repercusión; actualmente ha dejado de liderar el modelo cultural dejando esta de tener un papel predominante en las políticas públicas. La cultura hoy no es del interés de los lideres políticos, no es un valor de prestigio, más bien es algo prescindible: leer no está de moda. Los intelectuales como referentes sociales han sido sustituidos por los emprendedores y los especuladores.
Paraninfo de la Universidad de Zaragoza. Foto Wikipedia
Ha de constatarse que la cultura no es ya una fuente de distinción social. Las clases altas se alejan de ella, las medias se acercan mucho más a los preceptos de la burguesía económica y las populares reciben la información por canales mucho más directos. Vivimos la digitalización a una velocidad que impide la reflexión y el desarrollo del pensamiento critico, lo cultural se basa en la imagen y se promueven formas de entretenimiento sin mayores pretensiones. La cultura es sustituida por el ocio. La era digital ha trasformado la manera de acceder a los bienes culturales.
Las transformaciones del mercado cultural, las nuevas formas de comercialización ligadas a las plataformas y a la concentración, así como el alejamiento de los poderes públicos con sus erráticas políticas culturales han producido la disminución y precarización de los empleos ligados a la cultura y el empobrecimiento de artistas y trabajadores culturales. Esa deriva explica por qué muchos de los artistas de diferentes ámbitos provienen de clases con recursos, ya que el patrimonio les permite resistir en un sector que no genera ingresos suficientes para sobrevivir.
Además, la influencia social que esa pequeña burguesía tuvo ha pasado a manos de otra clase social, de una nueva burguesía ligada a la gestión, a las ideas que promueven las consultoras: El emprendedor sustituye al artista, el tecnócrata al intelectual, el comunicador al catedrático y la contracultura es invertir en bitcoin. La cultura dejó de tener relevancia social, hoy esta dirigida por planteamientos economicistas: tantas ganas tantos vales, solo se pone el valor en el rendimiento económico de los productos culturales.
Imagen de ‘Caín’, de Saramago, con dirección de Iñaki Juárez y producción del Teatro Arbolé. Foto compañía
El cambio de rumbo cultural ha sido muy significativo porque, en la medida en que esa burguesía cultural ya no podía imponer un canon normativo y tampoco ejercía de vanguardia que empujase a que formas culturales más complejas llegaran al gran público, tomó un camino lateral. Su forma de reciclarse fue abrazar lo popular, es decir, lo más exitoso, y reinterpretarlo mediante su intelectualización. Veían series, las estudiaban y aportaban una lectura cultural, descubriendo en ellas elementos transformadores, subversivos o socialmente movilizadores, se encontraban excusas para valorar la banalidad.
La cultura se convertía en un entretenimiento que generaba un beneficio económico, la cultura pasaba a ser industria cultural. Qué confundidos estábamos con el concepto de industria cultural, los creadores pasaban a ser empresarios. La política consistió en identificar asuntos político-culturales emergentes, resignificarlos y ponerse al frente del despropósito que nos ha conducido a la situación de desprestigio que rodea al sector cultural frente a la sociedad.
Las nuevas generaciones de políticos reaccionarios que no podían imponer un tipo de cultura, se agarraron a las creaciones populares (la tradición como baluarte) y trataron de ofrecer una nueva mirada sobre ellas, que a veces estaba solo en la mente de los intérpretes. Las políticas culturales se convertían en publicistas voluntarios o involuntarios de creaciones culturales que ya eran un éxito popular. En todo caso, ese movimiento les permitía mantener una posición de mediadores, y por tanto un espacio diferencial.
Imagen de ‘Caín’, de Saramago, con dirección de Iñaki Juárez y producción del Teatro Arbolé. Foto compañía
Este giro fue importante en la política, porque esa burguesía cultural construyó una nueva mirada que se concretó en los partidos de nuevo cuño. La izquierda española, desde el nacimiento de Podemos hasta Sumar, partió de estos presupuestos: su tarea era la de tomar las energías existentes y canalizarlas. Ocurrió con el 15-M y con el momento de impugnación abierto con la larga crisis de 2008: existía un malestar latente y difuso en la sociedad española que había que orientar. La idea de fondo era, como afrontar la política cultural; la mediación interpretadora ha sido por su parte un despropósito que alejó, aún más, a los ciudadanos de las políticas culturales.
Por eso los medios de comunicación y las redes fueron los lugares idóneos en los que operar; había que trabajar en la interpretación de las demandas existentes y eso se hacía desde la esfera comunicativa que proporcionaban las redes sociales. No había que crear nada, sino darle forma. Ese fue el motivo de que no se concediera importancia a la estructura y a la organización, los elementos clásicos de los partidos no supieron ver la nueva realidad que precisaba de otras miradas más atentas a los cuidados para con un sector cultural deteriorado que precisaba ser escuchado para volver a tener relevancia social y recuperar el prestigio perdido. Ocasión perdida.
Su tarea era la de identificar las energías existentes y canalizarlas, y a ello se dedicaron sin consultar con los creadores y usuarios, tanto Podemos como después Sumar. Si el ecologismo era una demanda social trataban de ponerse al frente y empujar en esa dirección más que nadie; si lo era el feminismo, igual. La forma política de operar consistía en identificar asuntos político-culturales emergentes, resignificarlos y hacerlos propios. En la cultura bastaba con recoger lo que ya estaba funcionando y ponerlo de su lado.
Imagen de la Biblioteca Imaginaria, de Esteban Villarrocha. Con Pablo Girón y Azucena Roda, producción del Teatro Arbolé. Foto compañía
Estas políticas culturales, al situarse en el ámbito de la resignificación cultural, redujo su espacio político. Por más que los productos culturales sean cada vez más numerosos, la cultura está encerrada en ámbitos de alcance limitado, lo que también afecta a la reinterpretación de creaciones y fenómenos culturales. Puede ser un nicho atractivo, pero es un nicho.
Además, esta nueva posición política ha dado lugar a una lucha peculiar entre los hijos de las burguesías, que son quienes han acogido la clave cultural como relevante: el enfrentamiento entre la izquierda y la derecha por los toros es un buen ejemplo de esto. Mientras que unos recogían elementos populares ligados a la música, a los programas televisivos o a las series, en la derecha han hecho la misma operación con elementos tradicionales, como los toros. Pero no solo: las generaciones jóvenes de la derecha están recuperando la tradición intelectual y cuentan con figuras de referencia: el éxito entre ellas de un autor como Adriano Erriguel que lidera la llamada batalla cultural (autor del libro saber leer al enemigo) es un síntoma evidente. Las burguesías de izquierda y derecha se enfrentan en el terreno cultural, solo que han dejado de ser pequeñas burguesías. Ya son todos hijos de clases medias altas. De momento esa batalla cultural la está perdiendo la izquierda. Centrarse en estos enfrentamientos, sin embargo, opaca el hecho principal de la época. Las clases medias que procedían de la cultura habían reaccionado para no perder más espacio porque existía una fuerza dominante: la burguesía económica y su ejército de expertos habían tomado masivamente la gestión y, con ella, el discurso público.
En la cultura, esas nuevas formas de gestión trajeron una bifurcación profunda: los creadores e intermediarios que ganan dinero, ganan más que nunca. Los artistas y técnicos que ocupan un lugar intermedio, así como los aspirantes, la esfera técnica y especializada que se sitúa a su alrededor y el segmento institucional que la acompaña, han visto cómo sus ingresos y su influencia disminuyen significativamente, han pasado a la precariedad. Quienes son de origen humilde o carecen de contactos se vuelven invisibles. La creación cultural es para quien puede pagársela.
Recorte de una noticia de La Vanguardia publicada el 17/12/2024
Dado que el éxito es un espacio en el que cada vez cabe menos gente, produce que la mayoría de las personas que se mueven en el ámbito cultural atraviesen condiciones de profunda precariedad. El asentamiento profesional, además, es un proceso que suele ser largo. Supone soportar continuas épocas de escasez hasta que, en el mejor de los casos, se alcance una posición de cierta estabilidad. Resistir no garantiza el éxito, tampoco una mejora profesional, pero es la condición indispensable. Y resistir es algo que pueden hacer solo quienes cuentan con los recursos precisos para aguantar las épocas de ingresos insuficientes.
Esa es la causa de que la cultura esté cada vez más en manos de clases medias altas, aquellas que pueden ayudar a los hijos en su trayectoria y las que pueden proporcionar los contactos adecuados. Esto trastoca la línea temporal de los tiempos de la pequeña burguesía: si el ámbito cultural y el educativo fueron espacios que favorecían el ascenso social a través de los cuales los hijos de clases populares encontraban no solo una forma de valoración social, sino de aumentar sus recursos, ahora quienes son de orígenes humildes o carecen de contactos adecuados se vuelven invisibles. Como decíamos antes, la creación cultural es para quien puede pagársela.
Es un signo de los tiempos, porque traslada al ámbito cultural lo que ocurre en los demás espacios. En la política, quienes forman parte de la esfera tecnocrática poseen un recorrido notable, en influencia social y en trayectoria profesional. Suelen situarse en instituciones internacionales, en los aparatos de gestión gubernamentales y en los círculos públicos que permiten dar el salto a las empresas. Y este no es un espacio de ascenso social. Si en la política activa cada vez hay más hijos de clases medias y medias altas, en la esfera de influencia sobre la política casi todos tienen ya esos orígenes. Es un espacio que precisa de cualificaciones especiales y de redes de relaciones que solo se adquieren en instituciones de élite, en las que el acceso suele estar limitado.
Es decir, por un camino y por otro las clases populares y buena parte de las medias están siendo expulsadas de la actividad artística y de la práctica política, un aspecto muy relevante para entender por qué los intereses de estas clases han estado ausentes de las acciones y programas de partidos e instituciones en los últimos años.
Puerta del Sol durante la Marcha del cambio organizada por Podemos, en enero de 2015. Foto Wikipedia
Como bien ha explicado William Deresiewicz en La muerte del artista (Ed. Capitán Swing), de las universidades no solo provienen las élites económicas y tecnocráticas, también buena parte de los productores culturales actuales. Pero comprobamos que sin la legitimación de haber acudido a un centro de élite y sin la red de contactos que en ellos se puede adquirir, es complicado abrirse paso en los circuitos académicos y en los de creación cultural, pero también lo es ejercer como intelectual a la antigua o tener recorrido en las estructuras de los partidos. Son tareas que han quedado reservadas para las clases que se forman en lugares de elite privados. Quienes carecen de un título o de credenciales de relevancia, tienen las puertas cerradas. Las excepciones, que existen, y particularmente en ámbitos culturalmente menos valorados, como la música, refuerzan la regla. Latensión entre las directrices económicas y las aspiraciones culturales tienen como función principal convertir la riqueza en mérito, de modo que ayudan a que los hijos de las familias ricas y bien conectadas reproduzcan su posición social a través de un certificado de esfuerzo. Se educa a los estudiantes para que conozcan a la perfección los estándares de la época, para que sepan qué pautas seguir y cómo emplearlas, y se espera de ellos que sean lo suficientemente aplicados para que las puntuaciones de sus exámenes sean las adecuadas. Cumplir en una universidad de élite implica adquirir una gran legitimación para el futuro éxito. A cambio, y dado que las universidades son espacios de conocimiento donde la crítica debe estar presente, se permite cierta separación de la norma en lo que se refiere a modos de vida y formas de ver el mundo: hay un grado de rebeldía autorizado y la mayoría de los estudiantes conocen hasta qué punto pueden forzar los límites y cuándo es mejor no cruzarlos.
Imagen de la obra ‘Veo-Leo’, de Esteban Villarrocha, con Pablo Girón y Azucena Roda, producción del Teatro Arbolé. Foto compañía
El giro de nuestra economía, que llevó a que la cultura perdiera influencia en las decisiones políticas supuso la exclusión de facto de las clases populares y cada vez más de las medias de la cultura, de la política y de la visibilidad pública. La legitimidad quedó únicamente en manos de las familias acomodadas y de sus hijos educados en entidades privadas de prestigio. La desigualdad es también esto. Las democracias no pueden subsistir si se convierten en la esfera autorreferencial de unas élites que no dejan espacio ni otorgan legitimidad a la gran mayoría de sus poblaciones.
Las consecuencias de esta situación de pérdida de relevancia de la cultura en el nuevo espacio político-cultural son evidentes: Actualmente nos encontramos con que hay una gran indiferencia, sobre todo entre las clases con menos recursos, para encontrar un lugar relevante entre sus necesidades que les situé como ciudadanos activos culturalmente. Responsabilidad de esta situación son las actuales políticas culturales que priorizan el interés económico frente al interés intelectual, educativo y formativo de la acción cultural.
Algún día se volverá a poner en valor la importancia de la escuela pública y el acceso gratuito a la universidad pública que permite, como pasó en los años sesenta y setenta del S.XX, poner en marcha el ascensor social. Malos tiempos para la lirica cantaba en los ochenta el grupo Golpes Bajos. No mires a los ojos de la gente.