Tuve la suerte de ver la última función de Carles Cañellas en el Teatro La Seca de Barcelona, tras estar los cuatro últimos domingos de enero en cartel. Una sala, por cierto, que es el nuevo lugar donde el antiguo Espai Brossa ha migrado, aumentando espacio, aforo y capacidad técnica y organizativa.
Lo bueno de La Seca es que está abierto al ancho abanico de los géneros teatrales, en el que tanto caben las artes circenses, la magia como el teatro de objetos y de títeres en general. También por vez primera se ha programado en enero un espectáculo para público familiar, Solista, a cargo de Carles Cañellas, de modo que Rocamora Teatre ha sido la compañía que ha tenido el honor de romper el hielo y de abrir este nuevo teatro a las artes visuales de la marioneta. Un lugar, pues, al que Titeresante acudirá cuando la programación lo requiera.
Pequeños suicidios es una obra que Carles Cañellas representó hace ya años, adaptación libre y apoyada por su propio autor, Gyula Molnár, quién la estrenó en 1984. Fue por lo visto una especie de “flechazo” el que sintió Carles al ver esta obra en una de sus estancias con los Briciole (la famosa compañía italiana de Parma en la que residía entonces Molnár). Considerada como una de las obras pioneras del llamado “teatro de objetos”, Gyula Molnár ha recorrido el mundo entero con ella, ganándose el sustento y la admiración del público, y expandiendo de paso un género o más bien una “modalidad” que desde entonces no ha cesado de crecer.
Es precisamente este carácter de “clásico contemporáneo” lo que ha impulsado a Hermann Bonín, director de La Seca, a solicitar a Carles su reposición, a modo de declaración de principios de la propia sala, que siempre se ha interesado por los experimentos sutiles y minimalistas, muy del gusto de Joan Brossa, el poeta cuyo espíritu es y ha sido el motor simbólico de este teatro.
¿Pero qué es este “clásico del teatro de objetos” que nos presenta Rocamora Teatre? Como han dicho los críticos, una verdadera golosina escénica que Carles Cañellas borda con una interpretación que se ajusta como un guante a la intención de la obra: hablar sobre el tiempo y sobre la nada, de lo efímero más efímero que se esconde en la más absoluta nimieza de los gestos cotidianos. Las exigencias actorales son, pues, arduas: estar a un metro de distancia del público focaliza la atención de éste de un modo total y absoluto (el espectáculo se presentó en la sala pequeña de La Seca, con una disposición de las sillas que prácticamente no deja espacio escénico alguno, aparte del metro y medio que ocuparon Carles, su mesa y una silla). Eso permite centrarse en el detalle y obliga a una gran precisión del gesto, por muy nimio que sea.
Como el subtítulo de la obra indica, Tres breves exorcismos de uso cotidiano, el espectáculo se compone de tres partes diferentes. Las dos primeras suceden sobre la pequeña mesa ante la que se sienta Carles –que se presenta con su propio nombre al público–, mientras que la tercera pide más movimiento, aunque sin alejarse demasiado de la mesa: el actor-manipulador se sube a un banco y de allí regresa a la mesa.
Creo que lo más interesante del montaje es su carácter de “estudio sobre el tiempo”, una temática que por lo general requiere de largos tratados filosóficos y que aquí se aborda prácticamente sin palabra alguna, sólo con la ayuda de pequeños gestos y de objetos de una trascendencia mínima (caramelos, los papeles que los envuelven, una pastilla efervescente de Alka-Selzer, una bolsita de papel, cerillas, granitos de café, cacahuetes…). Es decir, en vez de referirse al Tiempo desde el concepto, la palabra y el razonamiento, se le “siente” y se le “percibe” a través de pequeñas secuencias teatrales que tienen lugar sobre una mesa. Son la desnudez de estas secuencias y su rechazo a la ampulosidad lo que les da fuerza y un sentido profundo. También interviene el silencio, esa nada sonora que es el mejor metrónomo del Tiempo, cuando éste se deja aprehender sin la pompa sobreactuada de sus ritmos y síncopas. Las historias que se cuentan son simples excusas para mantener la ficción de unos referentes que pertenecen a una realidad sin artificios ni disfraces: pequeñas anécdotas de amores, rechazos y desengaños que sin embargo hablan del ser y del no ser, de la vida y de la muerte, de la nada y de su expresión llena, del vacío y de su plenitud. Los “objetos”, sean papelitos, cerillas o caramelos, gozan de una “neutralidad” emotiva y significante, idónea para expresar estos contenidos, cuya sutileza quedaría inmediatamente borrada de la escena con otros signos más cargados de intención, emociones y sentimientos.
En su tercer “exorcismo”, en la obra confluyen temáticamente el tiempo y su complemento, el espacio: cuando el personaje busca una dirección en un mapa y la encuentra, para llegar a ella simplemente se sube sobre el mapa y coloca los pies encima del punto indicado. El hallazgo, seguramente uno de los más agudos del montaje, combina realidad e imaginación en una intersección en la que se superponen diferentes dimensiones del tiempo y del espacio. Mientras que en el episodio final, el más teatral de todos en el sentido estricto de la palabra (el más actoral e interpretativo), el actor se convierte en personaje para explicarnos la lucha que todos encarnamos entre el orden y el caos.
Tres pequeños exorcismos de teatro de objetos que yo no dudaría en calificar también como tres pequeños y preciosos estudios filosóficos sobre el tiempo y el espacio.