Por Francisco J. Cornejo.- Cuando, hace algunos meses, me encontraba engolfado en la búsqueda de noticias sobre los títeres gaditanos para escribir el artículo “La Tía Norica, orígenes y difusión”, recién publicado en Fantoche, nº 6 (2012), pp. 14-43 (ver índice y editorial aquí), me tropecé con un texto sorprendente, sin firma, titulado “Una noche en la feria”. La historia que contaba apenas ocupaba un par de páginas de una poco conocida revista semanal gaditana de mediados del siglo XIX rotulada como La tertulia. Periódico semanal de Literatura y de Artes; su texto era demasiado extenso para incluirlo en el artículo, a la vez que demasiado interesante como para renunciar a darlo a conocer. Así que, aquí está ahora, como una modesta ofrenda a esta gran apuesta que es Titeresante; confiando en que, más de siglo y medio después de haber sido escrito, este relato divierta y siga transmitiendo toda la guasa gaditana de la bebía a grandes tragos la Tía Norica.
Una noche en la feria
(La tertulia. Periódico semanal de Literatura y de Artes, nº 80, 20 enero 1850, pp. 3-5)
¿Quién es aquel caballero
que a mi puerta dijo “abrid”?
Caballero soy, señora:
caballero de Moclín.
Tal decía un antiguo cantar. ¿Quién es aquel caballero que va del brazo de una honrada matrona, más gorda que sandía de rifa en octavas o novenas? Es el señor don Juan, caballero muy amable y de mucha amenidad en la conversación, que va con todos sus niños y niñas a comprarles juguetes en la feria.
Para once chiquillos nada basta. Cada cual elije una cosa distinta, y todos quieren además que les compren lo mismo que a sus hermanos. De forma que el señor don Juan no hace más que bufar y maldecir el punto y hora en que su negra fortuna lo llevó a la feria. Uno quiere un tambor, otro un fusil, quien una matraca, quien una zambomba, quien una trompeta. Llantos, mimos y gruñidos atruenan las orejas del bondadoso papá, que se despedaza en contentar a la manada de angelitos que en sus iras y lamentos se asemejen a una legión de demonios escapados del infierno.
Al fin nuestro hombre halla un medio infalible de apaciguar aquella tormenta. No se crea que apela a los cachetes, pellizcos y soplamocos. Al contrario: como papá amante de sus hijos procura serenar los ánimos de todos comprando a cada uno un fusil, un tambor, una trompeta, una matraca y una zambomba. Y aún con esta operación no cesa alguno de sus chiquillos de gruñir por una lanza, un casco romano y un escudo que el feriante tuvo muy buen cuidado de hacer presente a aquella tropa gruñidora, vocinglera y llorona.
Con esto los once chiquillos caminan a vanguardia de su papá y señora madre, que con la baba caída oye el espantoso son de las trompetas, las matracas y tambores que a porfía van tocando sus hijos para tronar las calles, alborotar los perros y herir el tímpano de los oídos de cuantos transitan por las noches en los contornos de la feria.
De repente uno de los angelitos, inspirado sin duda por Lucifer, exclama:
—Yo quiero ir al Nacimiento de la Tía Norica.
—Yo también, dice otro.
—Y yo.
—Y yo.
—Y yo.
—Y yo.
Y repiten los once estas voces, difundiendo el terror en el bolsillo de su papá, y alborotando su paciencia ya maltratada por los lances de la feria, felizmente apaciguados por el talento paternal. En vano don Juan quiere sosegar de nuevo a sus angelitos; la mamá les pega de abanicazos en la cabeza con el fin de convencerlos de que no es razón ir al Nacimiento: los chiquillos suspenden el concierto instrumental de las zambombas y matracas, y comienzan uno vocal soltando sus acentos de tiples, contraltos, bajos y barítonos. Decidido estaba ya su padre a solfearles las costillas, cuando se acordó del papá de las Tardes de la Granja, aquel buen Palemón, tan amante de sus hijos. (1)
—Vamos al Nacimiento, pues ustedes lo quieren, exclama con una voz y un aspecto de resignación que parecía decir:
Apurar cielos pretendo,
ya que me tratáis así,
¿qué delito cometí
contra vosotros naciendo?
Cálmase el tumulto pueril al escuchar la paternal promesa y caminan todos al teatro de Isabel Segunda.(2) Allí hacen como que se acomodan en sus no cómodos asientos, y esperan ansiosos a que comience la representación. El autor de la comedia que se llama El Nacimiento se acordó de lo que Virgilio, usando del semper semper que licebit que el señor Horacio dio a los poetas para que mintiesen, no tuvo escrúpulo en fingir que Elisa Dida, reina y fundadora de Cartago, fue nada menos que contemporánea de Pío Eneas, habiendo entre la existencia de uno y otro personaje no sabemos cuántos siglos de por medio.(3) Y por eso, lo que hizo un Virgilio ¿por qué no lo ha de hacer un Montenegro?(4) Cada anacronismo que se ve en el teatro de Isabel Segunda, pide a los cielos justicia y que se dé testimonio para reclamar ante quien haya lugar en derecho contra absurdos de tal tamaño.
Luego que los niños ven nacer al hijo de Dios, oyen las añejas jocosidades de la Tía Norica y se divierten con los juegos de agua natural (según reza el cartel), como si hubiera agua artificial, y con los fuegos hidráulicos, es decir, fuegos de agua, salen del teatro de Isabel Segunda muy satisfechos.(5) Pero la ambición humana no se contenta fácilmente.
Iba don Juan persuadido de que con su tacto paternal había llenado de alegría los tiernos y exigentes corazones de su pueril familia, cuando he aquí que otro de los parvulitos prorrumpe con voz destemplada en las razones siguientes:
—Yo quiero buñuelos.
Y los demás hermanitos repiten a coro la frase. Niégase el padre, pellizca la mamá, sueltan el llanto y los quejidos los once niños: a sus gritos acuden los serenos del barrio y algunos transeúntes. Todos dicen:
—¡Qué inhumanidad de padre! Hacer llorar a esos angelitos.
Al fin el señor don Juan no tiene más remedio que jurar en sus adentros no salir más a la calle con sus hijos y que llevarlos a una buñolería. En ella se atracaron muy bien todos, y hartos y rellenos volvieron a sus casas. No pararon aquí las calamidades del señor don Juan. A media noche oye lamentos en cuatro camas. Eran cuatro parvulitos acometidos de fuertes dolores a causa del excesivo número de buñuelos que se habían engullido.
—Venga un médico —dice a su gallego. Éste se levanta de la cama maldiciendo a los niños. Sale y al cabo de una hora vuelve diciendo que no le han querido abrir en casa del médico. El señor don Juan, envuelto en su capa, se va desesperado a buscar al doctor, echando sapos y culebras de la boca contra la feria, los buñuelos, el gallego y la paternidad. Saca de su hogar al médico y lo conduce a su casa, con lo cual medio se sosegaron los enfermos. Al día siguiente nuestro hombre amaneció con una furiosa calentura que luego se convirtió en pulmonía. Y aún cercado de dolores, los chicos le alborotaban la casa con el infatigable son de las trompetas, tambores, zambombas y matracas.
Postrado en su lecho exclamaba en medio de su enfermedad y angustias:
—¡Ay amor, como me has puesto!(6)
Notas:
(1) Se refiere el autor al ‘virtuosísimo’ protagonista de un conjunto de empalagosos cuentos morales situados en la Francia pre-revolucionaria escritos por François-Guillaume Ducray-Duminil (Les Soirées de la chaumière ou Les Leçons du vieux père, Paris, Le Prieur, a partir 1794), cuyas traducciones fueron repetidamente editadas en la España del siglo XIX.
(2) Este es el nombre que adoptó en 1841 el local situado en la calle Compañía, nº 10, primero del que haya noticias de representaciones de los títeres de la Tía Noríca, en 1824. Cuando la reina fue expulsada del trono en la Gloriosa de 1868, pasó a llamarse Teatro de la Libertad, nombre bajo el que terminó su existencia hasta su derribo en 1870.
(3) Alude cultamente el autor al uso de las ‘licencias’ del lenguaje que Horacio defiende para el uso de los poetas en su Epistola ad Pisones, vv. 48-59, atribuyendo a Virgilio un abuso de las mismas en relación con la cronología de los personajes legendarios Dido y Eneas.
(4) Pedro Eustachio Montenegro Estéves (Cádiz, 1778- ídem, 1857), su mujer Dolores Jarpón Marín (Cádiz, 1791-ídem 1869) y dos de sus hijos, José Luis (Cádiz, 1832-ídem, 1865) y Pedro (Cádiz, 1834-¿?), se sabe que dirigieron el teatro de la calle Compañía hasta su final, lo que no se conoce exactamente es desde cuándo.
(5) Efectivamente, según el anuncio insertado en la prensa durante la Navidad de 1850 (El Comercio, 1 enero 1850) el espectáculo terminaba: “Dando fin con un Jardín con varios juegos de agua natural y fuegos hidráulicos”. Estos finales espectaculares aparecen en la prensa gaditana de la primera mitad del XIX bajo los variados nombres de “fuegos chinescos”, “líricos”, “píricos o transparentes”, “artificiales”, “egipcios” o “juegos de agua hidráulicos”. José María León y Domínguez, en sus Recuerdos gaditanos (Cádiz, Tipografía de Cabello y Lozón, 1897, pp. 158-159) describe como eran estos juegos y fuegos: “Pero el cuadro final, lo que cerraba la función, eran los vistosos juegos de agua y fuegos de artificio, en que mostraban ser consumados maestros los artistas. En medio de la escena aparecía una fuente, y al chispear de las estrellas, ruedas, cohetes y bombardas, sonando cada traquío que daba un susto al miedo, bellísimos surtidores de agua elevaban unos aparatos con luces, que subían por el espacio o bajaban, según la mayor o menor presión que les imprimían, siendo un espectáculo vistosísimo, que era el encanto de los que nos hacíamos ojos para contemplar a nuestro sabor aquella preciosidad sorprendente”.
(6) Esta frase hecha la podemos encontrar en gran número de poemas, comedias y textos diversos a lo largo de todo el siglo XIX. En México es considerada como refrán popular y dio título a una famosa película cómica. La fuente de su gran éxito pudo ser este divertido poema, que tan a cuento viene con la historia: “Un casado se acostó, / y con paternal cariño / a su lado puso el niño, / pero sucio amaneció. / Entonces torciendo el gesto, / mirose uno y otro lado, / y exclamó desconsolado: / ¡Ay amor, como me has puesto!” (Joseph Iglesias de la Casa, Poesías póstumas… que contiene las poesías jocosas, Salamanca, Francisco de Toxar, 1793, p. 10).