Pocas veces ocurren en las ciudades eventos que suman la realización de un sueño con los designios emprendedores de una voluntad de hacer cultura. Parecía que esta pandemia llamada crisis se había llevado en su arrastre todo asomo de inocencia y de la alegre ingenuidad del que se embarca en proyectos enarbolando la bandera del riesgo. Pues estábamos equivocados. Acaba de nacer en Barcelona una sala, correctamente llamada Fénix, en la calle Riereta, 31, a pocos pasos del entrañable Llantiol. Y lo ha abierto el espíritu de un Capitano llegado de la lejana Comedia del Arte, cargado de explosiva imaginación y de un amor perenne por el teatro.
Bajando a la realidad de los hechos, diremos que la persona que ha encarnado este sueño así como la máscara libre del Capitano es un chileno de carne y hueso llamado Felipe Cabezas quien, con la sabia compañía de tres arquitectos italianos, ha decidido abrir una sala para las artes plásticas y teatrales en Barcelona. Que sean arquitectos los socios es una decisión que se nota nada más entrar en el local: nitidez y amplitud del espacio, que sin luz solar alguna se ilumina con aparente claridad natural, como envuelto en claraboyas que no están. Paredes dejadas al “natural”, con un deje matérico neutro, para que en ellas entone cualquier objeto, artístico u otro. Puntos de luz funcionales de bombilla escueta –como por cierto había en el Teatro Malic– y, tras la separación de una simple cortina, la sala propiamente dicha. Ancha, con capacidad cómoda para unas sesenta personas, y un escenario de madera noble y oscura. Al fondo, baños de anchos sobrados. Es decir, y como decíamos al principio, todo bajo la sabia bendición de la mano de Hestia, considerada antiguamente como diosa del Hogar y de la Arquitectura.
Me cuenta Felipe Cabezas que esta sala es fruto de la necesidad: tener un espacio propio donde actuar y donde poder ofrecer lo que uno considera que es y debe ser el buen teatro. Y al ser él mismo un actor que ha trabajado con la máscara, este género que está entre la marioneta y el actor, una posición la suya muy abierta a todo aquello que roza los límites del drama. Teatro de títeres, de objetos, de sombras, de máscaras, experimentos cruzados de plástica y escena, y, sobre todo, buen teatro. El que surge de la necesidad y de una relación orgánica con los elementos que lo componen.
La ultima notte del capitano
Con este título decidió abrir Felipe su teatro. Un monólogo que estrenó en 2009 y que ha recibido numerosos premios y reconocimientos. Un trabajo de laboratorio basado en una indagación profunda sobre la máscara y la tradición de la Comedia del Arte, que a su vez funciona como manifiesto político respecto al teatro y como clara declaración de principios.
Un viejo actor se enfrenta a sus últimas horas en la soledad más espantosa con la única compañía de sus máscaras, las que le han acompañado a lo largo de toda una carrera artística deambulando por la Europa del Renacimiento. Con escenografía y vestuario de Isabella Pintani, co-dirección actoral de Javier Villena y dramaturgia y dirección del mismo Felipe Cabezas, la obra nos invita a sumergirnos en un tiempo otro, el que está marcado por la dualidad y el desdoblamiento, de cuyo arte el viejo actor Francesco Andreini es un redomado maestro. Gracias a sus máscaras, se enzarza en profundos y filosóficos, a la vez que jocosos, diálogos consigo mismo, en los que vemos toda una época desfilar ante nosotros.
La obra es una verdadera bendición para los que gustan de la Comedia del Arte y del mundo que envolvía aquella manera nueva de hacer teatro. Las constantes referencias a la mitología clásica, que el Renacimiento puso sobre un primer plano en la Italia de la época, son una gozada y nos remiten al mundo de las primeras óperas, que tanto explotaron este material dramático. Pero quizás lo más interesante es el trabajo propiamente actoral con la máscara, intrínsecamente unido al contenido dramático de la obra. ¿Quién es Francesco Andreini? ¿Un actor desahuciado o Il Capitano que la máscara encarna? ¿Es la cáscara vacía de la máscara o el sujeto desengañado de ésta que para sobrevivir se apega a ella, buscando un reconocimiento y un consuelo a su miseria que jamás llegará? ¿Es un actor del siglo XX que sueña con la pureza de los viejos tiempos o es el espectro que nunca muere del actor que cruza los siglos asociado a las máscaras? ¿O es una trágica historia de amor en la que Francesco revive los momentos felices y dolorosos con su amada Isabella dei Canali Andreini, la eterna innamorata, condenada a las turbulencias de la vida ambulante?…
Los momentos de doble personalidad, la del Zanni y la del Capitano, son sin duda los más vistosos y logrados, así como los diálogos que el actor mantiene con las distintas máscaras, que aquí se comportan como marionetas reducidas al molde de sus rostros. Para los titiriteros, un ejercicio de puro marionetismo desdoblatorio que Felipe Cabezas borda sin bajar el listón durante la hora y media que dura el espectáculo.
Un bautizo a cargo de la máscara que nunca muere para una sala que busca renacer cada día de las cenizas del teatro. ¡Bravo!
Las sombras de Olveira-Salcedo.
Como se ha dicho antes, la Sala Fénix está decidida a programar también los géneros limítrofes, como son los objetos, las marionetas y las sombras. Empezó su programación infantil con “El tesoro del Pirata”, de Pere Bigas y Bruno Valls, obra ya comentada en Putxinel·li (ver aquí), y continuó con el espectáculo de sombras “Deixeu-li fer (o la historia d’en Patufet)”, una versión libre de este cuento tradicional catalán, el del Patufet, que Olga Olveira y Juvenal Salcedo han creado para los más pequeños.
Tras años de trabajar las sombras mayormente con la técnica del video-proyector, se han embarcado ahora Olveira-Salcedo en una interesante combinación de las siluetas recortadas con las sombras del propio cuerpo, para encontrar un registro más amplio en cuanto a posibilidades expresivas y narrativas. Una técnica difícil sobre todo cuando trabajan con una pantalla pequeña y no cuentan con ningún manipulador para la luz. Y aquí está el gran mérito de esta pareja artística, haber logrado dar organicidad, ritmo, buen encaje y atractivos perfiles actorales a los diferentes elementos que entran en juego, sin que se note el peso de la técnica.
Delicadeza, sencillez expositiva y bellas imágenes son quizás las cualidades principales de su puesta en escena, que además actúan con la voz en directo, lo que da mucha vivacidad a la acción. Se aprovecha que Patufet es un ser pequeño, más de lo normal –debe cantar para que lo vean y no lo pisen–, para jugar con el contraste de dimensiones, algo que el teatro de sombras permite hacer. Los resultados son muy buenos, como el público corroboró con sus aplausos al acabar la obra.
Momento esperado por los niños para asomarse a la parte de atrás y ver los secretos de cómo los personajes pueden crecer o hacerse diminutos en una simple pantalla de tela, sin botones, mandos a distancia y que para nada recuerda a la televisión. ¡Realmente aconsejable!